Condena nacional
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Campañas políticas y juego de espejos son uno y lo mismo.
En el inconsciente de todo candidato hay un personaje preguntándose frente al espejo por su belleza sin igual.
Los candidatos solo se escuchan a sí mismos y ven solo a los de casa, que, por definición, sostienen una actitud abyecta, y por excepción a aquellos que, siendo ajenos, responden a un interés de igual talante.
Sus eventos podrán ser multitudinarios, pero no dejan de ser capillas feligreses y ritos conocidos.
Los candidatos terminan por extrapolar como realidad nacional las expresiones entusiastas, pero definitivamente parciales de sus afines. A dónde van los adoran cual vellocino de oro, pero solo van a escenarios propios y controlados.
Quien asistió a las concentraciones pejistas del postelectoral en 2006, pudo palpar el fanatismo y rijosidad religiosos de sus seguidores. Quienes allí estaban y, más aún, a quien allí adoraban cual Dios encarnado, estaban seguros que México todo los seguiría hasta la inmolación, cuando su impulso y fuerza terminaban en las goteras del Zócalo y fenecían tras los discursos mesiánicos de los siempre mismos oradores, como quedó demostrado al pretender incendiar Reforma con su fundamentalismo, logrando, además del repudio generalizado, la desarticulación de su movimiento y la muestra de su debilidad y enajenación. Luego vendría la puesta en escena de la Presidencia "legítima" y su toma de posesión, más cercanos a la carpa que a la República. No obstante lo apabullante del ridículo, muchos de sus feligreses abrazaron el dogma y marcharon en cruzada que no termina y vive hoy su etapa amorosa.
Esta distorsión, sin embargo, no le es privativa; con diferentes matices es propia de toda bandería y toda campaña.
No obstante, frente al eco enajenante de matracas y porras, crecen amplias franjas ciudadanas que permanecen ajenas, refractarias y hasta enojadas con candidatos, partidos y campañas. Son las filas abstencionistas, aquellas a quienes la parafernalia electoral nada dice y nada importa. Para ellas las elecciones son tan ajenas como la vida en Marte.
Indolentes ante su tácita reprobación ciudadana e implícito fracaso político, hay quienes quieren hacerse oír y ver por la fuerza. Cadena nacional, reclaman, cuando es condena nacional lo que pretenden. Condena a tenerlos que sufrir por dos horas dominicales sin cortes comerciales, no obstante los millones de spots que nos recetan todos los días y a toda hora. Y, en un caso, más de doce años de campaña ininterrumpida.
Que me vean a fuerzas y si no, hay complot, favoritismo, inequidad y complicidad de los malos. Se dicen demócratas, pero son incapaces de aceptar la libertad ciudadana de mandarlos a su rancho.
No es un problema de si el debate se transmite o no, ni por quién, ni a qué horas. Es un asunto de desencanto, desapego y hartazgo ciudadano.
Desencanto, desapego y hartazgo que no van a desaparecer por obligar a los mexicanos a ver el debate.
De seguir por esta vía, mañana exigirán tortura a manera de Naranja Mecánica a los ciudadanos, con dispositivos en los párpados para no cerrar los ojos y amarrados frente al televisor viendo debatir candidatos.
Tampoco es un problema de falta de compromiso democrático. La verdadera democracia reconoce la libertad y pluralidad inherentes a la sociedad. Democracia no es imponer una decisión a todos, sino el compromiso de respeto y paz entre diferentes y encontradas decisiones.
Tampoco es un problema de subdesarrollo cultural, al menos no del pueblo, aunque sí de estrategas y equipos de campaña.
Finalmente, sorprende la veta autoritaria de actores sociales que se pronunciaron por el debate a fuerzas. Muchos de ellos embozados en posturas liberales y envueltos en la bandera de la democracia, pero tan autócratas cual el que más. La libertad y la democracia no se pueden imponer por la fuerza, porque la fuerza niega una y hace imposible la otra.
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