Riesgo de PRIncipiante
En su inconsciente profundo el priismo carga una culpa histórica. Setenta años fueron más que suficientes para hacer muchas cosas bien, pero tiempo y personajes sobraron para acometer cualquier tipo de tropelías y abusos. No fue la nada de la falacia panista, ni la historia negra de los tránsfugas hoy perredistas, pero tampoco el paraíso triunfalista, madrugador y desmemoriado de los priistas del 12.
En su otrora hegemonía, no había más que de una sopa, y en su puchero concentró lo mejor y lo peor de la política nacional. Hoy, por fortuna, todos los partidos comparten los claroscuros de las miserias y excelsitudes del quehacer público.
El PRI, no obstante, no ha logrado liberarse de su complejo de culpabilidad porque no se ha hecho cargo de su pasado. Pero ese es otro cantar. El de este escrito es que su culpa es acrítica e infecunda: culpa que ciega y niega; no enseña, no salva, no expía. Sólo esparce vergüenza y orfandad.
Hay una gran diferencia entre no querer morir y querer vivir. No querer morir es vivir paralizado por el miedo, guardarse bajo siete llaves y en las sombras, no mirar a los ojos, no confiar, no amar, no compartir. Es morir marchitándose en falsas seguridades. Querer vivir es moverse y arriesgar, caer y triunfar sobre todo tropiezo, jugarse la vida en cada intento y vivir plenamente el hecho de nacer instante a instante.
El PRI no quiere morir... pero se olvidó de vivir.
Y por ello ha hecho suyos muchos de los pecados y críticas que le endilgan y no necesariamente le corresponden.
Compró de sus adversarios que sus procesos internos eran antidemocráticos y los abrió a la ciudadanía y a la división interna, mientras el PAN se resguarda en procesos cupulares y el PRD en caciquismos iluminados. Calderón destapa a su monaguillo con dedazo y cargada, y nadie lo tacha de presidencialista y antidemocrático.
El PRI, en cambio, vergonzante de su pasado, prefiere en muchos casos postular gentes sin ayer, jóvenes sin cola que les pisen, avituallados con suficientes recursos y marketing político, pero sin experiencia y capacidad probada. La carga para ellos es terriblemente pesada, tienen que aprender al tiempo de resolver problemas ingentes y sobrevivir en la selva del poder.
La apuesta es demasiado arriesgada. No dudo que haya casos exitosos; se dan los niños prodigio, como también sucede que políticos probados en mil batallas enloquezcan al alcanzar cierto nivel de poder. Pero el riesgo es más alto en el primer caso. Manuel Bernardo Aguirre decía que él no le ponía el cencerro a un becerro y tenía razón: al arriero le interesa la conservación del rebaño, no lo bonito o brioso de quien lo guíe.
¿Cómo esperar que corra quien aún no ha dado sus primeros pasos? ¿Cómo pedirle a alguien que sepa de arranque lo que solo el camino enseña? ¿Con qué certeza esperar resultados de quien quizás ni siquiera tiene determinada su vocación?
Y si la tentación de enamorarse del espejo es irresistible para muchos políticos, avezados, ¿cuantimás lo será para los noveles? Las posibilidades de que queden prendados de la imagen que se les ha creado es mucho mayor cuando todo lo que tienen es solo esa imagen. Hay una gran diferencia entre ser popular y ser efectivo. La popularidad, diría Nietzsche, es como los fuelles, mientras más se inflan más vacíos quedan.
Moya Palencia decía que "el dedo lleva pero no sostiene". En el cargo lo único que cuenta son los resultados. Y, como decía mi padre: "en política importa más la popularidad con la que sales, que con la que entras".
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