El ruido y el llanto
Foto Copyright: lfmopinion.com
Es un hecho que en nuestras tierras la vida va perdiendo valía e importancia, si no es que ya las perdió del todo.
La idea de que todos formamos una misma humanidad no es consubstancial al hombre[i]; siempre hay otro al que imputamos cualidades diversas por credo, raza, lengua, territorio o riquezas. La idea de una sola humanidad suele olvidársenos a cada rato, para dar paso a homínidos segmentados verticalmente.
Durante la Segunda Guerra Mundial la sucesión de atrocidades terminó por implantar una realidad macabra. Víctimas, victimarios y testigos perdieron cualquier resquicio de sorpresa e indignación ante la sinrazón hecha cotidianeidad. Aún hoy, los que nos acercamos a su historia la vemos con despreocupada naturalidad, o bien bajo la artificial dicotomía erigida entre la guerra de los aliados, esterilizada e idealizada, y la guerra del "Eje", traicionera, cruenta y asesina. No hay guerras buenas y malas, ni ejércitos asépticos y armas quirúrgicas de un lado, y del otro, ejes del mal con armas de destrucción masiva; como si las balas y las bombas no mataran a todos por igual y hubiese vidas superiores e inferiores. Toda guerra es una necedad sanguinaria y estúpida. Tan malditos fueron los hornos crematorios de Hitler, como los Gulags de Stalin, los indiscriminados bombardeos aliados a ciudades europeas[ii], el sitio de Varsovia o la matanza en Katýn. Y qué decir de Hiroshima y Nagasaki, donde más de un cuarto de millón de seres humanos -civiles, no soldados- con rostro, historia, familia y sueños fueron evaporados en nanosegundos a más de un millón de grados centígrados.
La violencia y masacres fueron generalizadas y, finalmente, aceptadas como normales por todos. La vida humana perdió cualquier valor que hubiese llegado a tener.
Al concluir la Primera Guerra Mundial, Paul Valéry escribía: "nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales"[iii]. Las demás conflagraciones del siglo XX y las que van de éste confirman el aserto. Los principios y valores que rigen la convivencia armónica, pacífica y civilizada de las sociedades no tienen seguro de permanencia y suelen ser dejados a la vera del camino con extrema facilidad.
En México la cultura de la barbarie se ha ido enraizando con acelerada consistencia. Atacar un problema de seguridad pública, como lo es el narcotráfico, con el ejército y no con la policía, declarando una guerra en forma y no la procuración e impartición de justicia, implica condenar nuestras vidas, calles y familias al campo de batalla en una guerra atípica en todo menos en su salvajismo y violencia, con sus costos y secuelas.
Nuestras fuerzas armadas no combaten a un ejercito reconocido, ubicado territorialmente e identificable por banderas y uniformes. Lo hacen, sí, en una guerra urbana con alto costos para la población civil y frente a un enemigo mimetizado y escudado en la propia comunidad.
El Presidente Calderón, en vez de atender el problema del narcotráfico con acciones policiales, sociales, económicas, educativas, financieras y de salud pública, de forma inconsulta e inopinadamente declaró una guerra al narcotráfico con el uso de nuestras fuerzas armadas. Es probable que él mismo utilizara el término "guerra" de manera figurativa, quizá emulando a Richard Nixon quien en 1969 usó el concepto War on drugs[iv]. Pero como buen aprendiz de brujo lo que logró fue desatar una cruenta guerra en nuestras calles y ciudades. Y como suele suceder en toda conflagración, unos son los que la declaran y otros los que se mueren.
En Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, el 63% de las víctimas fueron civiles inocentes, casi dos terceras partes de los 26 millones de muertos fueron personas que no portaban armas, ni vestían uniforme, ni piloteaban tanques, aviones o submarinos: niños, mujeres y ancianos por cuya vida y derechos, supuestamente, peleaban sus gobiernos y ejércitos. Ese es el absurdo de la guerra, esos sus costos, tal su barbarie. En esa dinámica nos ha metido Calderón.
Ejército en guerra
Combatir el crimen organizado con una guerra y ejército en forma, orilla a la delincuencia a abandonar sus estrategias y tácticas criminales, para adoptar una lógica de guerra y una organización militar. Es así como la persecución del delito se transmuta en guerra sin cuartel. En ella, sostiene el narcotraficante Mayo Zambada, los soldados, "encuentran inmediata respuesta a sus acometidas."[v]
El problema es que "los éxitos militares sólo se logran al precio de una violencia, un miedo y un dolor insensatos, sin regateos posibles."[vi] Los cárteles, en esa lógica de guerra y con una estructura propia de ejército, toman territorios, imponen su ley y autoridad y cobran impuestos: Esto lo ha dicho el Presidente de la República[vii].
Con el agravante de que lo que ahora requieren los narcotraficantes (estrategia, táctica, entrenamiento y disciplina militar), lo tienen a su disposición en el propio ejército que los combate y a cuyos integrantes tientan con sus ilimitadas capacidades de corrupción y recursos. De los sujetos capturados y sujetos a proceso judicial se estima que más del 25% son exmilitares.
Entre los otros muchos costos de esta guerra, uno de los más graves es haber sometido a nuestras fuerzas armadas a una tarea ajena a su naturaleza y función constitucional, para las que no están entrenadas y sin un enemigo visible e identificable. Un enemigo con cabeza de medusa y alianzas globalizadas, recursos infinitos, capacidad ilimitada de fuego y colosal de corrupción e infiltración.
Esta guerra condena a nuestras fuerzas armadas a la derrota, desgaste suicida, rechazo social y, finalmente, pérdida de soberanía de cara a la siempre expedita y aviesa descalificación injerencista del imperio mundial (entre otras cosas del mercado de drogas). La colombianización de México no está lejos. En Colombia nuestros vecinos, bajo la excusa del combate al narco-terrorismo, han instalado siete bases militares con alcance balístico hasta la Antártica.
La guerra de Calderón además de ser un error y una torpeza, obedece a un plan y tiene un propósito entreguista: doblegar las últimas salvaguardas de México, instituciones públicas y armas nacionales, de cara a los intereses del gran capital estadounidense.
No es gratuita ni marginal la declaración de Janet Napolitano, Secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, acerca de que la decisión de desplegar al Ejército en Ciudad Juárez "no ha ayudado en nada"[viii] para contener la violencia. Si bien pudiera parecer que coincidimos en que la guerra desplegada por Calderón es errónea, ello no es así, toda vez que nosotros la descalificamos por sus altos daños colaterales, en tanto que ella y halcones que la acompañan no descalifican la guerra sino la eficacia de nuestras armas nacionales. Qué mejor para ellos de acusar al ejército mexicano de ineficaz y violador de derechos humanos, qué oportuno para beneficio y control de su cártel que los mexicanos arrasemos con los nuestros.
Por ello, en un país donde lo críptico rige el discurso político, no pudo ser más claro y directo el Secretario de la Defensa Nacional el Día del Ejercito y de cara a los tres poderes de la Unión: "México --sostuvo y demandó-- merece que hagamos todo lo que esté a nuestro alcance, civiles y militares, para que la patología del narcotráfico y sus irradiaciones sanguinarias se reduzcan a su mínima expresión lo más pronto posible. Nadie desea que esta lucha se prolongue indefinidamente… a nadie conviene"[ix].
Y nuevamente el Secretario de la Defensa alerta: "Si se extiende en demasía [esta guerra], si se alarga en exceso el trayecto de la confrontación, no sólo se incrementará el número de víctimas inocentes, también se causará un daño adicional a la población porque podría terminar habituándose a la cultura de la violencia. Ésta genera distorsión en las percepciones colectivas y produce mitos y fantasías en donde la ausencia de respeto a las vidas humanas y la insensibilidad absoluta frente al dolor, son expresiones lamentablemente recurrentes."[x]
Discrepo del General Secretario, sin embargo, en la conjugación de los tiempos, no es que podamos terminar por habituarnos a la cultura de la violencia, ésta se ha enraizado de tiempo atrás en nuestras vidas. La sección central del "noticiero número uno de la radio en México" se llama "Parte de Guerra, sálvese quien pueda" y se presenta por frentes que compiten por la nota más espeluznante y sangrienta: "Desde el frente de Michoacán 25 decapitados, 14 descuartizados y un número indeterminado…".
La disciplina y consistencia de nuestras fuerzas armadas se sacude, no sólo por los tentáculos del crimen organizado, sino por un combate entre hermanos. El enemigo no es un invasor extraño en idioma, facciones, historia e intereses, es otro mexicano, quizás pariente, tal vez conocido, no extraño al paisaje y paisanaje. Las armas y equipos tecnológicos, por lo demás, los tienen a su alcance, al norte de la frontera, en el mayor tianguis de armamento pesado del mundo.
De nada sirve acabar con una "ridícula minoría"[xi] de malosos oferentes si nada se hace para contener y reducir el crecimiento exponencial de consumidores; porque éste no es un problema de malos y buenos, ni de muchos y pocos, sino de mercado y capitalismo salvaje.
Y las guerras las ganan quienes tienen mayores recursos: "Quizás hubo un tiempo –dice Geoffrey Perrett-- en que el coraje, la osadía, la imaginación y la inteligencia eran las bisagras sobra las que giraban las guerras. Pero esto se acabó. Las guerras totales de la historia moderna se vuelven del lado de quienes poseen las fabricas más grandes"10, y los narcotraficantes tienen acceso al mercado de droga más grande y redituable urbi et orbi; y, por ende, una fuente inagotable, creciente y constante de dinero.
Las víctimas
Los muertos de esta inconsulta y sesgada guerra son efímera y lucrativa nota mediática, estadística y bandera de uno y otro lado; muertos despojados del drama y duelo que encierra su deceso, de la descomposición social que acusan, de la generalización y normalización de la violencia como algo consubstancial a la convivencia humana, de la cosificación del hombre, de la degradación de la vida y convivencia humanas, de la pérdida de la idea de humanidad.
Los narcotraficantes tienen una veta de 50 millones de pobres para agregar a sus filas. A nuestra juventud se le ha condenado al vacío de la desesperanza, sin opciones, horizontes, ni futuro. Presa fácil de las redes del narcotráfico, ya como consumidores, ya como integrantes de sus redes de distribución, ya como soplones, ya como todo.
Toda guerra impacta economía, política, cultura y cualquier otra manifestación social. Un país en guerra no puede tener más que una economía de guerra. Las inversiones privadas para el desarrollo son las primeras en huir y las del Estado privilegian las belicistas. El empleo, por consecuencia, se concentra en esas áreas. Nuestros jóvenes tienen, dentro del país, tres opciones: o ingresan al ejército, con una vida de privaciones y riesgo de muerte, o engrosan las filas del crimen organizado, también con riesgo de muerte, pero en una fácil e inmediata abundancia… o se van.
La primera víctima de esta guerra es la juventud: o la mata el fuego cruzado o la mata la falta de opciones y esperanzas o la mata la droga. ¿Cómo pedirle a un joven que estudie y se titule como profesionista para luego emplearse como taxista? si bien le va. ¿Cómo exigirle que trabaje muy duro, toda una vida --si tiene la suerte de encontrar trabajo--, para, tal vez, en treinta años, hacerse de una casita de interés social y un coche destartalado a cambio de una deuda impagable? ¿Cómo pedirle que se inserte en una economía fallida y sin expectativas reales de crecimiento cuando la ruta del narcotráfico ofrece ganancias inmediatas, copiosas y fáciles?
Existen otros efectos económicos que aún no hemos alcanzado a dimensionar, la guerra ha desatado, como el propio Presidente lo reconoce, la venta de protección, y frente a ella, indefensos, los pequeños y medianos empresarios optan por cerrar sus negocios con pérdida de empleos y de actividad económica. La inseguridad ahuyenta la clientela de comercios y calles, con alto impacto en el consumo. La economía, pues, se contrae y con ella las opciones de generación y distribución de la riqueza.
Lo mismo podemos decir de la política. En un principio los capos empezaron por pedir permiso a los políticos para operar, hoy otorgan autorización y dinero a aquellos. Pronto se preguntarán para qué utilizar políticos si tienen la capacidad de poner y quitar a quien ellos deseen. Ni qué decir de la justicia: Siendo la venalidad, corrupción e impunidad materias extensamente exploradas y controladas por sus redes, el crimen organizado amplía sus perspectivas a servicios conexos: en México cobrar una deuda debidamente documentada lleva de cinco a diez años y muchísimos juicios; hoy, los titulares de derechos litigiosos prefieren acudir a la "minoría ridícula" quien ejecuta la cobranza de manera eficaz, pronta y expedita.
Los narcocorridos, que ahora quieren penar nuestros eméticos diputados, expresan una realidad sociológica donde las más de las veces el narco es percibido como el bueno de la trama y las autoridades como nefandas. Y no es porque los grupos musicales y compositores sean parte del crimen organizado, éstos sólo expresan un sentir popular que responde a la falta de oportunidades y seguridades que como sociedad organizada no hemos sido capaces de garantizar.
En lo que va de este sexenio y hasta los primeros días de abril de 2010, según cifras oficiales, han muerto más de 22,700 personas en México por violencia vincula al crimen organizado.
Primero nos los vendieron como integrantes de los cárteles en conflicto. Así, resulta que hoy en México decir sicario es razón más que suficiente para que las instancias e instrumentos de la procuración de justicia se allanen ante decesos por arma de fuego, como si matarlos fuera lo normal y no sujetarlos a proceso de ley. Silenciosamente se ha implantado en nuestro suelo una nueva especie de ley fuga que permite matar en caliente, sin la estorbosa molestia de alegar evasión alguna, basta con encasillar al difunto en el género sicario.
La Constitución protege sin distinción la vida y derechos de todos en México; hoy, sin embargo, parece que la vida de los sicarios ha quedado excluida del régimen constitucional y pueden ser exterminados sin que nadie se llame a sorpresa; sus vidas son prescindibles y sus muertes justificadas. Forman parte de "la otra especie", objetos de guerra, sin rostro ni nombre, cuando mucho apodos. Baste con denominarlo "El Chirrizcuas" para que su muerte pase a ser parte de nuestra estadística macabra y su humanidad desaparezca del todo. Sabe Dios si "Chirrizcuas" era, a quién le importa.
El problema no es si son sicarios o no, la contrariedad radica en que cuando aceptamos que una vida es prescindible y su muerte justificada, es la vida misma -no los sicarios- la que se ve amenazada entre lo bueno y conservable, y lo malo y desechable, frente a Patentes de Corzo con licencia para matar en caliente a cuantos Chirrizcuas plazca. ¿Y quién determina cuál vida es "buena" y cuál no; cómo lo sabe y nos asegura que el exterminio sea siempre de "Chirrizcuas"? Al aceptar este absurdo maniqueísmo de vidas, ponemos en riesgo nuestra propia vida, porque la de todos pende de una ruleta de balas perdidas. Al final podríamos ser Chirrizcuas.
"Bárbaro –para Lévi-Strauss— es en primer lugar el hombre que cree en la barbarie"[xii]. Cuando se cree en el exterminio como único medio para salvaguardar la convivencia social, así sea el del mochaorejas[xiii], hemos hecho nuestra la barbarie que decimos combatir.
Fortalece al falso maniqueísmo entre vida prescindible y vida conservable, el hecho de que la contabilidad gubernamental ponga más acento en el número de caídos en el campo de batalla, en las armas y las drogas decomisadas, que en el de sometidos a juicio y condenados con sentencia definitiva. Las grandes aprehensiones saturan la publicidad y el orgullo oficial, pero ninguna nota, por insignificante que sea, nos aporta datos de cuántos de ellos han obtenido resolución que cauce estado y cuántos recuperan su libertad al día siguiente de su cacareada aprehensión por falta de méritos o probanzas. No hay, pues, correspondencia entre las armas de fuego y el número de muertos, con las de procuración de justicia, como si sólo de echar bala se tratara.
La estrategia publicitaria gubernamental, por otro lado, ha probado su fracaso innumeras veces y tiende a revertirse. Los decomisos y aprehensiones se multiplican sin que redunden en una percepción de avance y mejoría: no se sabe de espacios liberados del crimen y recuperados para la seguridad; ni se conoce de daños estratégicos a las células delictivas, antes, por el contrario, se enraíza socialmente la impresión de un efecto medusa que amenaza con rebasar las posibilidades reales del Estado mexicano.
De igual manera, las experiencias mundiales exitosas contra el narcotráfico no han sido en el combate cuerpo a cuerpo, sino en el control de los flujos financieros de sus personajes. Es por ello que alarma que a más de un año de haberse aprobado la Ley de Extinción de Dominio, la cual permite al Estado incautar propiedades y cuentas del crimen organizado, el Ejecutivo Federal no la haya aplicado en una sola ocasión y, en contrapartida, reclame diariamente al Congreso su falta de apoyo con legislaciones acordes al problema que enfrentamos. Aquí no sólo hay ausencia de correspondencia, sino una abierta contradicción que pone en duda los objetivos reales de la guerra calderonista.
Pero no hay falacia que dure cien años y hoy sabemos que un número indeterminado de muertos, presumiblemente alto, ha sido de victimas ajenas al conflicto. Permítaseme una molesta comparación: se mata el mejor amigo del Presidente en un accidente aéreo cuyo esclarecimiento ha sido relegado sospechosamente al olvido, y éste le hace un sepelio de héroe epónimo, cual Alejandro a Hefestión[xiv]. Su amigo era Secretario de Gobernación y, por ende, funcionario involucrado en la lucha contra el crimen organizado, era pues un civil directamente implicado en su guerra. Por otro lado, diariamente caen abatidos mexicanos, inocentes unos, y policías y militares en el cumplimiento de su deber otros, y lo más que reciben son disculpas por las molestias causadas, justificaciones de ser costos marginales, daños colaterales e inevitables, cuando no acusaciones de ser corruptos, sicarios o pandilleros. Se desconoce si el accidente aéreo del amigo presidencial fue un atentado o producto de su propia irresponsabilidad, al ir él piloteando la nave; pero suponiéndole víctima del crimen organizado, en qué se diferencia su muerte de la de miles caídos en esta absurda guerra. Ahora, que si no lo fuese, y el deceso obedeciera a su propia imprudencia, las pompas de sus exequias son una afrenta al pueblo de México.
Es de entender que sobre el titular del Ejecutivo Federal pesen los afectos personales y sus duelos, pero de cara a la nación está obligado a velar sin distinción por la vida de todo mexicano, aún de sus enemigos personales e incluso de los propios delincuentes. Y la razón es la misma: no podemos hacer diferencias de valor entre una y otra vida sin atentar directamente contra la idea de lo humano. "En la enfermería, escribe Michel Serres, nadie sufre ni gime de forma muy diferente de los demás. Universal como la violencia y la muerte, el dolor nos iguala. La misma amargura sala el sudor, las lágrimas y la sangre."[xv]
El uso de los medios de comunicación y su propia responsabilidad
En materia de comunicación, mejor dicho, de ruido mediático, pasamos del principio mercadológico de "sin escándalo no hay noticia" a "si no es sanguinaria no es nota".
La diaria carnicería humana ha tomado carta de naturalización entre nosotros, y el valor de la vida se ha desdibujado hasta su insignificancia y desechabilidad: Un comando mata a más de una decena de muchachos en una fiesta privada en Ciudad Juárez, y lo primero que se le ocurre al Presidente de la República es decir que eran pandilleros.
¿Y qué si lo fueran? ¿Eso le quita a su muerte y número lo terrible, bestial y alarmante del caso? ¿Desde cuándo el pandillerismo mexicano dejó de batirse a puños y patadas afuera del futbol y empezó a matarse en fiestas con armas largas? ¿No acusa ello un grave problema social? Nuestra juventud, ya lo hemos apuntado, carece de opciones y esperanza. Condenada al lumpen o a la migración, es presa fácil de cooptación por parte del crimen organizado. Su circunstancia, frustrante, irritante y humillante, los llena de rencor y vacío existencial.
Lo grave no es que fueran pandilleros -que hoy sabemos no lo eran-; sino que tiempo y circunstancia condenen a nuestra juventud a una realidad de guerra y muerte.
Ello es tan grave que el jefe de las instituciones nacionales, primer responsable de mantener la paz, el orden, la ley y las libertades en México, así como garantizar la seguridad a todos, campantemente considera que en tratándose de pandillas la muerte de 16 muchachos en una fiesta es normal y, además, razón suficiente para depreciar y despreciar las vidas así segadas, así como la brutalidad y descomposición implícitas.
Por otro lado, comparto la preocupación presidencial sobre la apología de la violencia por parte de los medios masivos de comunicación, principalmente los electrónicos; encomio que aviva el clima de alarma que nos agobia, exacerba tanto la violencia cuanto su percepción y alimenta la devaluación de la vida y muerte humanas a objetos de manipulación y ganancia mediáticas.
Un día la batahola lucro-mediático enardece nuestra indignación por la muerte de dos estudiantes "de excelencia" acribillados "del flanco de los militares", originalmente señalados como sicarios, otro, un afamado periodista enmascara en entrevista el panegírico de uno de los capos más buscados. Tenemos tema de conversación, y comidas, cafés y copas, así como columnas y comentarios periodísticos se aderezan con detalles a cual más temerarios y alarmistas, hasta que la bulla se desinfla y otra atrocidad distrae nuestra atención.
Porque a eso hemos reducido las muertes que pueblan nuestro diario acontecer, a distractores que nos mantienen, atrapados en el miedo y la paranoia, extraviados en detalles embaucadores y descabellados. Ni se nos informa, ni se forma opinión; se manosean vidas, honras y muertes, en manipulación de nuestros temores y odios, y en pos de pingües ganancias.
La vida y la muerte de los caídos son para los medios "nota"; un "parte de guerra" efímero y explotable. En la ecuación comunicacional la veracidad y capacidad de asombro e indignación han cedido su centralidad al lucro, morbo e indiferencia. Para que una nota sea lucrativa debe estar impregnada y revestida de sensacionalismo y montada en un espectáculo embadurnado de escándalo y alarmismo. Los medios, sostiene Gil Calvo, desean impresionar a fuerza de escándalos, pero ello "sólo puede hacerse en detrimento del objeto mismo de la interacción comunicativa, que desaparece anulado por la espectacularidad de su puesta en escena, pues el escenógrafo sólo se interesa por la revelación pública de sus productos, y no por los productos mismos que han de ser revelados."[xvi]
En la puesta en escena mediática de las muertes violentas que nos rodean hay abuso y corrupción de la vida humana, a ésta se le desacraliza hasta convertirla en instrumento mercadológico, en gancho publicitario. Su trivialización la convierte en espectáculo, diversión y medro. Vida y muerte son rebajadas a notas equiparables al tipo de cambio o al índice Nasdaq, menos importantes y atendibles que el marcador de un partido de fútbol o el último retozón de la artistilla del momento.
Con otro agravante. El miedo es siempre una relación social, "para que surja un clima de alarmismo no hace falta que suceda nada en la realidad, pues puede producirse por puro espejismo virtual: una ilusión colectiva (…), lo único que siempre se precisa para que aparezca alarma social es una red de interacción."[xvii]
El problema de las sociedades mediatizadas, sostiene Gil Calvo, es que no se requiere de intención alguna de "los profesionales protagonistas, los propietarios de los medios, sus patrones financieros o sus padrinos políticos" para generar miedo en la opinión pública, ya que es ésta -la alarma social- su principal función institucional.
Siendo la opinión pública un fenómeno socialmente construido con y por las interacciones de opiniones privadas, los agentes institucionales que intervienen en ella son tan sensibles al clima de opinión pública, al que buscan condicionar o interferir, como los ciudadanos de a pie que la conforman. En consecuencia, "quienes más temen a la opinión pública no son tanto los miembros del público que la construyen y comparten, consintiendo o resistiendo su presión, como los miembros de las instituciones interesadas en beneficiarse de aquella – o al menos en no ser perjudicados por ella-: el poder, el capital y la prensa".[xviii]
Esta interacción de miedos, entre el que producen los medios en la opinión pública y el que aquellos tienen de ella, termina por generar un clima de mutuo temor generalizado.
En ese clima de opinión pública dominado por la alarma y terror permanentes, como es nuestro caso, los agentes institucionales requieren "rodear con una falaz aureola de gloria romántica las dudosas hazañas bélicas de sus héroes patrióticos. Y no podría ser menos, vuelve a sostener Gil Calvo, pues los medios están necesitados de identificar a los buenos de la película con su propia audiencia mediática, a la que representan y de la que se benefician. Lo cual únicamente puede cobrar visos de realidad (…) si el guionista sitúa al bueno del relato solo ante el peligro que representan unos malos de solemnidad. Y es aquí, en la paranoica invención de unos amenazadores villanos de la película, y no en su presumible alarmismo, donde los medios de comunicación incurren en su mayor riesgo de peligrosidad social".[xix]
Peligrosidad social que hemos atestiguado hasta el hartazgo sin lograr, no obstante, liberarnos de su manipulación. Nuestra realidad vive poblada de "villanos favoritos", "peligros para México", "enemigos del bien común", diputados costosos e inútiles, o políticos corruptos e impunes. Me pregunto si algún día veremos a nuestros medios villanizar a uno de los suyos: profesionales protagonistas, propietarios de medios, patrones financieros o, quizás, estrellas del fútbol o la farándula.
Su "peligrosidad social", en el tema que nos concita, es que su capacidad-necesidad de crear villanos y posicionar héroes pasa por desvirtuar vidas, honras y muertes. Cada corte noticiero requiere saciar la adicción por lo violento y lo macabro en que tienen esclavizada a sus audiencias; ante ello, nuevamente es la vida y dignidad humanas las que se ven arrasadas por la dictadura del rating. Lo importante no es ya la muerte de tal o cual sujeto, ni siquiera su número; lo relevante es exaltar sus detalles de violencia, asombrar con su brutalidad, atrapar en su horror. La vida segada y la persona fallecida carecen de todo interés y valor ante la espectacularidad mediática.
Pero como estos instrumentos –muertes humanas- están condenados a la fugacidad noticiosa, los medios requieren producir cada vez más hechos de violencia que sean, a su vez más brutales y sanguinarios en una carrera sin fin. Mientras más temeraria la nota, en tanto más descabellada y terrorífica, cuanto más sangrienta e inhumana, mejor y mayor negocio. En esa espiral de demencia, lo único que no cuenta son las vidas humanas que dan pie a la nota.
Por otro lado, como el manejo lucro-mediático requiere de villanos favoritos, si éstos no surgen a tiempo para su puesta escena, es menester producirlo, ya reviviendo añejos miedos u odios, ya creándolos a modo. Baste recordar el lamentable fenómeno social del "Chupacabras", para acreditar la capacidad de manipulación, alienación, perversión e irresponsabilidad de nuestra mediocracia.
En cualquier caso, la exigencia de un ente de imputación de la maldad absoluta termina nuevamente por deslavar el valor de la vida y honra humanas; lo importante es tener un villano. Y los malvados deben ser exterminados sin contemplación, ni derechos; los bites de televisión no dan para largos argumentos ni pruebas de descargo, menos para la terrible posibilidad de errores en acusación, juicios y condenas.
Ninguna injusticia, tortura o cárcel es superior en México a caer en desgracia con una televisora. No hay justicia humana capaz de rescatar y resarcir a sus víctimas, ni poder para defenderlas de su autocracia. Sus hechos son contundentes, aunque no sean verdaderos, sus sentencias irrevocables, aunque no justas.
Si mañana el asesino no lo era, el muerto no existió, o no hubo corrupción alguna o el fraude jamás se dio, peor para la realidad: La noticia cumplió su cometido mercantilista aunque haya traicionado a la verdad. Y cuando en una sociedad no existen instancias para garantizar vida, honra y derechos; cuando la muerte de una hija puede ser manoseada morbosamente, cuando el duelo de una familia puede ser explotada cual pócima de merolico o la honra de quien sea mancillada sin piedad, la vida pierde su valor y su sentido en sociedad.
El problema no es sólo que hoy haya más violencia y está sea cada vez más sanguinaria e inhumana, sino que nos acostumbremos a ella hasta considerarla natural. No es, pues, sólo el comportamiento de gobiernos y medios lo que debe inquietarnos sino también la introspección que hacemos de la violencia en nuestras concepciones y conductas personales.
Antes, si no habías visto la película del momento carecías de tema de conversación; hoy debes traer las últimas y más escabrosas historias del momento, sus detalles más lúgubres, conocer a alguna de sus víctimas, o la menos estar al tanto de las cadenas paranoicas que surcan el ciberespacio.
Otra expresión de la inserción de la violencia en nuestra vida diaria son las entrevistas: nuestros entrevistadores no buscan informar. Como ha sostenido Raúl Trejo Delarbre, sufren del síndrome de Watergate y se sueñan derrumbando gobiernos y carreras políticas. La verdad no es su desiderátum, sí lo es exterminar al entrevistado, entendiendo exterminar en su acepción literal de "acabar del todo".
Los sets de televisión se diseñan para exaltar la figura del entrevistador en un papel de fiscal y juez, y minimizar la del entrevistado, a quien colocan en una especie de banquillo de acusado, en condiciones de incomodidad y abierta desventaja. Éste no acude a compartir una información, exponer un problema o explicar un asunto, se le imputa la carga de rendir cuentas al entrevistador, justificar su acción o implorar clemencia. La dinámica de una entrevista en México persigue hacer tropezar al entrevistado, exhibirlo como inepto, culpable o idiota, cuando no todo junto. Hay en todo esto una gran carga de violencia y afán vindicativo, sin descontar la manipulación de odios y paranoias, y la generación de villanos a modo. El espectador no sale más y mejor informado, sólo alienado.
Más no se requiere ser político para sufrir las envestidas de los dueños de la opinión pública, los talk shows, los programas de concursos y de chismes del mundo artístico y de cámara escondida, además de rebosar mal gusto y ayuno imaginativo, se construyen sobre la falta de respeto y abuso de terceros. En ello hay también una carga de violencia que termina por cosificar lo humano.
Un sujeto industrializa la desaparición de sus víctimas en tambos de ácido y el gobierno utiliza la "nota" como propaganda. Los "pozoleados" (a eso quedaron reducidas las más de 300 víctimas, a ocurrencia mediática) carecen de rostro, nombre, historia e importancia. Nadie se abruma ni acongoja, nadie se pregunta por ellos ni sorprende. La violencia y la barbarie forman parte del paisaje.
La tragedia de la convivencia social
Ojalá fuera sólo un asunto de conversación, los niveles de violencia en nuestras conductas diarias sobrepasan ya los límites de lo socialmente civilizado. Baste observar el nivel de agresividad con que conducimos nuestros vehículos. Toda regla de urbanidad, principio de convivencia o elemental civismo han sido desterrados de nuestras calles. Manejar en México es regresar al estado de naturaleza, a la ley de la selva. Para nuestros taxistas su carril es sobre la raya que separa los carriles de los demás mortales, idiotas que deben adivinar el preciso momento en que el taxista opte por invadir uno u otro carril, o pararse intempestivamente para bajar o subir pasaje; a menos, claro, que se enfrente a un hombre de las cavernas al volante de microbús o autobús urbano, caso en el cual, taxista y demás mortales corren un peligro fatal ante sus vueltas prohibidas, cambios de carril a laminazo abierto, ascenso y descenso de usuarios a media calle y carrera a muerte por el pasaje; sin olvidar a los repartidores de pizzas, kamikases urgidos de entregar el equipo al creador antes que la de doble queso con jalapeños, chorizo y huevos estrellados.
Si hay algo que caracterice a nuestras calles es la falta de respeto al otro. Si nos encontramos en una larga fila para dar vuelta, no falta el que se meta a como dé lugar; total, "idiotas los que se forman"; si es salida, sobran los que la utilizan como entrada, ingresando en reversa e impidiendo el flujo de los que salen; si es vuelta prohibida, tres de cuatro carriles se obstruyen por los que van voltear; si hay espacio para estacionarse aparece de la nada un franelero alegando derechos de uso y disfrute; si hay una banqueta libre es rentada al ambulantaje por líderes corruptos y autoridades asociadas; si la calle es ancha las mafias del transporte la convierten en paradero, si no, también. Basta pintar una pared para que surjan grafiteros de debajo de las piedras.
El concepto del peatón quedó olvidado bajo las llantas de una destartalada pesera; el reglamento de tránsito, si se usa, es sólo para fijar el monto de la mordida. No hay sentido de circulación que se respete, semáforo que se observe, autoridad que valga y menos que se apersone cuando se le necesita.
Y qué decir de la epopeya de viajar en Metro: uno puede ser sacado en vilo en cualquier estación del vagón, pero impedido de bajarse en la de su destino. Y si bien abordar el tren requiere de la ofensiva de una División Panzer, una vez adentro se goza de la más absoluta de las igualdades: bien puede estar pariendo una mujer, agonizando un anciano o amamantando una madre, que no encontrara quien le ceda un asiento.
Viajar en pesera es acompañar a Dante al último de los infiernos, cruzar la calle una temeridad digna del Himalaya, subirse a un minitaxi una ruleta rusa. Al pasear en microbús causan envidia las reses en el rastro. Nuestras banquetas, expropiadas por el ambulantaje, obligan al peatón a caminar por el arroyo toreando un tráfico en brama.
Faltaría agregar los asaltos a automovilistas en semáforos, al pasaje en el transporte masivo y al ciudadano de a píe donde se encuentre; los secuestros express, los sin límite de tiempo y los fatales; las extorsiones telefónicas, la trata de menores, el mercado de órganos, los abusos sexuales y los crímenes pasionales.
El otro, el prójimo (proximus) y la idea de humanidad han dejado de significar algo para nosotros, el ruido de la guerra no permite escuchar su llanto. Abril 2010
#LFMOpinión
#Política
#RuidoYLlanto
________________________________________
[i] Finkielkraut, Alain; La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX; Anagrama, Colección Argumentos; Barcelona; 1998
[ii] "La estimación total de civiles muertos a causa de los bombardeos supera sin duda el millón" Davies, Norman; Europa en Guerra 1939-1945, Planeta, México, 2008, Pág. 395.
[iii] Citado por Finkielkraut; Op. Cit.; Pág. 95.
[iv] Payan, Tony, The Three U.S.-Mexico Border Wars; Westport, Conn.: Praeger Security International; 2006; Pág. 23
[v] Entrevista de Julio Sherer a El Mayo Zamaba, Proceso, N° 1744, 4 de abril de 2010.
[vi] Fussell, Paul; Tiempo de Guerra, conciencia y engaño en la Segunda Guerra Mundial; Oceano/Turner, México; 2003; Pág. 14.
[vii] "… ellos están asumiendo que son una autoridad distinta, porque ellos cobran impuestos, no es cierto; ponen sus leyes, tienen fuerza pública, que son, por cierto, las definiciones del Estado: el monopolio de la autoridad, el monopolio de la ley, el monopolio de la fuerza pública y el monopolio de la recaudación." Calderón, Felipe; Entrevista de prensa al término de la Comida de Clausura del XXIV Encuentro Nacional de Vivienda; México D.F.; 24 de Marzo de 2010. http://www.presidencia.gob.mx/prensa/?contenido=54690
[viii] http://eleconomista.com.mx/seguridad-publica/2010/03/16/presencia-ejercito-juarez-%E2%80%9Cno-ha-ayudado%E2%80%9D-napolitano
[ix] Galván Galván, Guillermo, General; Secretario de la Defensa Nacional; Discurso con motivo al "Día del Ejército"; México; 19 febrero se 2010. http://www.sedena.gob.mx/index.php?id_art=3804
[x] Ibidem.
[xi] Calderón, Felipe; Entrevista de prensa al término de la Comida de Clausura del XXIV Encuentro Nacional de Vivienda; México D.F.; 24 de Marzo de 2010
[xii] Lévi-Strauss, Claude; Antropología estructural, Paidós, Barcelona, 1992..
[xiii] Daniel Arizmendi López es quizá el secuestrador más temido que haya existido en México, conocido como "El mochaorejas" por la costumbre de mutilar las orejas de sus víctimas para presionar a sus familias a pagar grandes cantidades de dinero a cambio de no hacerle daño al secuestrado, fue aprendido en agosto de 1998 por elementos de la policía judicial del Estado de México y posteriormente fue sentenciado a 50 años de prisión. http://es.wikipedia.org/wiki/Daniel_Arizmendi_L%C3%B3pez
[xiv] Con la muerte de Hefestión Alejandro se volvió loco de dolor, haciéndose afeitar la cabeza y las crines de los caballos del ejército, cancelando todos los festejos y, según la leyenda, crucificando a Glaucias, el médico que lo había atendido. Partió inmediatamente para Babilonia con el cadáver, donde celebró fabulosos juegos funerales en su recuerdo. El Oráculo de Siwa ante la pregunta de Alejandro, de cómo tenía que ser venerado Hefestión, respondió que debería ser adorado como un héroe divino.
[xv] Citado por Finkielkraut; Op. Cit.; Pág. 123.
[xvi] Gil Calvo; Enrique, El miedo es el mensaje. Riesgo, incertidumbre y medios de comunicación; Ed. Alianza Ensayo, España, 2003, Pág. 283.
[xvii] Ibid. Pág. 42.
[xviii] Ibid. Pág. 41.
[xix] Ibid. Pág. 290.