LETRAS

La vida

La vida

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El rocío quebró en albor. Adormilado al frescor de la mañana inició un lento peregrinar. Un suave viento lo llevaba. Al principio su avance fue indeciso, tímido. Pronto adquirió cadencia, lo mecían cauces milenarios en arrullo maternal. Su movimiento era dulce y dichoso; no iba, se entregaba.

Adentrose en la selva donde vagó por días, sin prisa, sin temores, sin conciencia.

Árboles de formas mil protegían su avance. A sus sombras y húmedas penumbras plantas, flores, frutos, animales, colores y ruidos se daban concierto para sostener aquello que atrevió a llamar su vida.

Una techumbre verde todo lo llenaba y todo lo envolvía. Troncos de eróticas formas, en lascivo abrazo de lianas y enredaderas, enmarcaban su andar, y un agridulce aroma de primavera en flor y putrefacción, de tierra mojada y mujer en celo, engalanaban sus días.

El firmamento era rasgado por el vuelo de papagayos en busca de fruto tierno y el trinar cacofónico de pájaros mil.

Hubiese deseado detenerse y gozar por siempre de aquel paisaje amigo; otear el horizonte al vuelo del águila, correr en jauría de jabalí, jugar con los tigrillos, croar a coro con las ranas y cantar con las guacamayas frente a la asoleada soberbia de la iguana.

A su paso todos le profesaban amor y respeto. Su simple presencia a todos alegraba, como lo demostraba la reverencia de la garza y la algarabía de las chachalacas; la serenidad de las lechuzas y la gracia del ciervo; el dulce caer de la flor y el aleteo de las mariposas.

Hubiera dado todo por detenerse en aquel rincón del paraíso; convertirse en selva y aspirar, ayudado por el sol, a ascender al azul celeste. Pero fue entonces cuando se percató que nunca fue dueño de su andar… ni de su destino.

Imperceptible, siguiendo algún arcano impulso, aceleró su hasta entonces descansada cadencia. Un ritmo fogoso y alegre despertó en él, le infundió arrestos, avivó su virilidad. A lo lejos un sonido extraño lo llamaba embrujado. Misterioso y lejano, el sonido rompía la hasta entonces suavidad de su entorno, su tonalidad era brusca y tenebrosa, premonitoria.

Su trote se convirtió en galope; primero moderado, luego impetuoso, finalmente caótico. Velocidad y ruido se incrementaron despiadadamente. Se vio sacudido con violencia, desgarrado sin misericordia, arrastrado en confusión. Lo antes cristalino se tornó en turbiedad; el misterioso llamado tomó carácter de bestial rugido.

La sinfonía del viento se ahogó en desconcierto. ¿Qué lo ensordecía? ¿Qué lo impelía? ¿Qué era aquello que lo atraía y aterraba con fuerza primigenia y desconocida?

De sus entrañas se elevaban clamores descomunales que lo lanzaban hacia adelante con sorprendente decisión, mientras voces apacibles y cálidas -cual vientre materno- lo llamaban al lar aldeano y familiar.

Antes de poder decidir, el rugido se le vino encima. El manto benefactor de la selva se abrió en cegadora luz y un cielo azul refulgente le hizo saber que su infancia concluía.

Intentó detenerse. Corría desbocado. Lo que antes era embeleso fue desazón; su alegría angustia; su mundo violencia; su paseo infierno. Frente a él se abrió un vacío insondable… como la vida.

La tierra que antes le daba sustento y soportaba desapareció. A sus pies todo fue abismo.

Cayó con violencia contra lajas y arbustos; estrellándose en unas, pretendiendo asirse de otros. Tras de él, una pléyade de iguales, recién despertados del sopor del viaje, caían sobre él y contra él. Lo lanzaban contra superficies resbalosas e hirientes, lo presionaban contra las piedras, lo empujaban al vacío, lo jalaban en su caída, lo pulverizaban en mil partículas.

Abajo todo era caos y torbellino. Fuerza bruta. Turbiedad. Desazón. Remolino primordial.

Mutilado y esparcido en rocío ascendió en violenta nube en contra de la fuerza que se obstinaba en verter sobre el abismo de su caída el mundo entero.

Iluso creyó escapar de aquella contundente violencia; pero la gravedad lo arrastró con implacable fuerza. Pulverizado en millón de pedazos logró alcanzar la superficie para percatarse, al fin, que ya era río.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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