POLÍTICA

Miserias de nuestra democracia

Miserias de nuestra democracia

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Estas líneas no pueden ser gratas, como no lo es la democracia que vivimos.

Transitar de reforma en reforma por más de treinta años para llegar a la democracia de escándalo, denigración y vacuidad que hoy tenemos, a nadie puede enorgullecer.

Durante décadas derivamos miles de millones de pesos a construir una democracia moderna con instituciones, reglas e instrumentos legitimados y creíbles, así como un sistema de partidos respetable y consolidado. Recursos que eran requeridos en áreas prioritarias del desarrollo, la salud y la cultura se ocuparon en construir una democracia modelo. Pero nuestra inversión histórica devino en política espectáculo, políticos de cartelera, partidos negocio, militancia mercenaria, ciudadanía mediatizada, publicidad en vez de ideología, sociedad secuestrada por poderes fácticos y autoridades cuestionadas. Por no mencionar un Estado, si no fallido, sí impotente.

Por años sin fin hemos vivido inmersos en lo electorero. La discusión original sobre modelos de democracia, sistemas de partidos, derechos e instituciones electorales, en breve derivó a cálculos partidistas y acusaciones hipócritas y propagandísticas que concluyeron en una legislación electoral enmarañada y paranoide, difícil y cara de aplicar, así como en pingües conquistas partidarias. Baste mencionar: Aumento de 100 a 200 diputados plurinominales, Senadores de Primera Minoría, Senadores de Representación Proporcional, financiamiento público multimillonario, acceso a radio y televisión con cargo a tiempos del Estado, integración de órganos electorales por cuotas de partidos.

Pero allí no para: no sólo se hizo de la discusión y contienda políticas un tianguis de espacios y recursos, sino que se denigró el debate. Hace mucho dejamos de discutir problemas, proyectos y soluciones para llevar lo político y lo electoral al lodazal del escándalo y la vileza. La razón y el debate sucumbieron a la explotación emotiva de los símbolos y lo irracional. Nadie se llamó a sorpresa cuando la ciencia política se cimbró ante los argumentos de tepocatas y víboras prietas de Fox; nadie aquilató lo profundo y elaborado del "YA" como propuesta central de su proyecto de Nación. Hoy, Germán Martínez Cáceres –de la mano de su asesor extranjero- explora nuevamente la vía de la confrontación con su discurso chillón, rijoso y emético.

Molesta que no sólo pretenda enmascarar la ineptitud gubernamental en el fango de sus bravatas, sino que apueste a la manipulación de iras, miedos y resentimientos en demérito de un debate ciudadano informado, digno y decoroso. Molesta su pragmatismo electorero, que no alcanza a ver más allá del 5 de julio, y su chata memoria, que olvida el aciago postelectoral del 2006 y el conflictivo y cuestionado arribo al poder del partido que desastradamente preside. Pero no es de este personaje de quien trata este escrito, aunque bien ilustre las miserias de nuestra democracia.

En política lo que cuentan son los resultados y en materia democrática éstos no son positivos. La medición de Berumen (El Universal 30/03/09) acusa un 36% de ciudadanos que desconfían de políticos, gobierno, partidos, elecciones e IFE; 12% que simplemente no cree en la democracia y 28% que considera que da lo mismo quién gane. La encuesta GEA-ISA del mismo mes reporta que sólo 34% de los encuestados piensa votar y únicamente un 43% cree en la autonomía del IFE; por el contrario, 56% opina necesario reducir el financiamiento público a partidos y para un 74% la publicidad electoral (partidos, gobierno y órganos electorales) debe reducirse.

Aún no inician las campañas y hay saturación de propaganda electoral. El hartazgo ciudadano es amargo y añejo. Nunca antes se había hablado tanto y por tantos de democracia y elecciones, y nunca como ahora hubo un rechazo tan airado del tema. La obligación de nuestros partidos era (y es) formar una ciudadanía interesada, informada y participativa; pero optamos por masificar emociones, no validar razones; por convertir al ciudadano-elector en espectador-consumidor de ruido y propaganda chatarra; por señalar culpables, alimentar linchamientos y exacerbar rencores, no por consolidad una convivencia armónica; privilegiamos denigrar al otro sin misericordia de la verdad, civilidad y pudor, no debatir posiciones.

En una ceguera suicida no nos damos cuenta que nuestro hacer agravia a la ciudadanía y deshonra a la política.

Lo anterior nos lleva a otra gran irresponsabilidad, la de someter lo político a la publicidad. Hoy lo que priva, aunado a la política de la diatriba y el escándalo, es la popularidad. Las candidaturas se determinan como casting de telenovela. Reconozco que puede haber excepciones, pero lo torcido del procedimiento no asegura, más que por chiripa, un buen resultado. Lo peor es que la popularidad que hoy se privilegia no es la que se construye en la efectividad del ejercicio del poder y de los años de trabajo, sino la de los medios. Quien tiene el instrumento para hacer popular a alguien son los medios y, por tanto, a ellos se someten personajes y partidos, y como los medios administran la popularidad, se es popular si ellos lo deciden y por el tiempo que ellos lo determinen.

La política en México cambió con el financiamiento público a partidos políticos. Éstos se encumbraron en negocio, arrumbaron en el rincón de las vergüenzas ideologías y principios, y se perdieron en dinámicas mercenarias. Hoy todo se vende y compra, o, al menos, se alquila: militancia, candidaturas (o declinación de las mismas), actividad militante, asistencia a mítines, representación en casillas y movilización electoral. El PAN ha hecho paradigma de pagar a funcionarios de casilla para que no se presenten y panistas oportunamente sembrados afuera de las casillas puedan ocupar su lugar, comprar representantes de partidos antagónicos y alquilar credenciales de elector el fin de semana de la votación, reteniéndolas de viernes a lunes para que los votantes adversos no voten.

Pero el dinero no sólo despertó la codicia de militantes. La mayor tajada del gasto electoral se fue al duopolio televisivo. La reciente reforma trató de hallar solución a ello, con magros y cuestionables resultados que apuntan a una urgente reforma antes del 2012.

La figura de senadores de primera minoría abrió la puerta a administradores (¿promotores?) de la derrota, mientras que la representación proporcional, en vez de elevar el desempeño de Congresos y Ayuntamientos, es, o la expresión más acabada de la Ley de Hierro de Michels, con versión reloaded de vástagos, o del "Esto" político, con deportistas que dudo logren distinguir entre una iniciativa y un camión de volteo.

Veamos ahora nuestras costosas y desvencijadas instituciones electorales. El IFE y el TEPJF fueron la solución a un fundado reclamo; se requerían autoridades imparciales y las tuvimos en un principio, pero salieron con el cuento de la ciudadanización, concepto de suyo manido, porque todos somos ciudadanos y no veo por qué unos lo puedan ser más y mejores que otros. En el fondo la cacareada ciudadanización fue una mascarada para partidizar la integración de los órganos electorales. Hoy ya nadie duda que Molinar y Lujambio jamás representaron más intereses que los de su compinche Calderón, como Creel los de Fox, y así cada uno de nuestros próceres ciudadanizados. El hecho es que hoy Consejeros y Magistrados gozan de un descrédito generalizado por su designación por cuota partidista. Con dos agravantes: el IFE, como la película, se nos achicó a grado lastimoso, y el tribunal es un prolífico engendro de contradicciones jurídicas. Después de esta elección federal los partidos buscarán –no sin razón- rehacer ambas instituciones desde cero; el problema será que mientras éstos sólo piensen en sus parcialidades y cuotas de poder, difícilmente podremos reconstruir instituciones imparciales, dignas y respetables.

Si hay algo que la historia enseña, como bien lo dijo Pascal, es que "nunca hacen el mal los hombres tan completa y tan alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa". La laicidad de lo público no es un problema mexicano, como lo pretenden sus ignaros detractores, es un problema de la humanidad y tan antiguo como las religiones mismas. En México costó siglos de sangre entenderlo. Hoy, sin embargo, con la complacencia, si no que la complicidad, de un gobierno autista, la iglesia católica pretende regresarnos a la Colonia y dictar desde el púlpito el sentido del voto ciudadano. Nada más peligroso y retrograda.

Nadie niega el peligro que el narcotráfico representa en todas las expresiones del acontecer humano. Su mezcla de poder económico y de fuego son el principal elemento disruptor de toda organización social. Partidos y democracia no son excepción. El peligro de infiltración es real y desborda los raquíticos instrumentos de prevención de los partidos. Circunstancia que –globalmente- comparte todo organismo social.

No obstante, diría mi abuela, cada chango a su mecate. Corresponde al poder ejecutivo, en sus tres ámbitos de competencia, garantizar el orden, la seguridad, la paz pública, las libertades y derechos de los mexicanos; por tanto, debe ser éste el garante del clima de libertad y legalidad que permita a las autoridades electorales ejercer sus atribuciones, a los partidos cumplir sus fines democráticos y a los ciudadanos desplegar libremente sus derechos políticos; todos en estricto apego al marco constitucional y legal.

Lo anterior implica no hacer un uso faccioso, partidista e ilegal de las atribuciones conferidas a las autoridades para combatir la inseguridad pública.

Por igual, los partidos debieran ser los más interesados en no hacer del combate a la delincuencia organizada un instrumento interesado y manido de campañas negras y desprestigio infundado del adversario. Hacerlo sólo redundará en mayor desprestigio de democracia y partidos.

El más grave de nuestros pecados: Autoridades, partidos, políticos, medios y especialistas, perdidos en nuestra dinámica electorera, terminamos por olvidar al ciudadano. Frente al enfado y desencanto de la ciudadanía priva el autismo institucional. Nuestro infernal ruido impide escuchar el insondable y agraviado silencio ciudadano.

¿A qué democracia aspiro? A una democracia donde prive el verdadero interés nacional por sobre el de los partidos, sus élites y presupuestos; donde se nos respete como ciudadanos con juicio soberano e independiente; donde se elija entre propuestas y razones. Una democracia que recupere su mesura instrumental, en tanto medio para designar gobiernos y representación política, no panacea de todos los fines y todas manipulaciones; una democracia con autoridades que no se arroguen más virtud que el mérito de su desempeño y se comprometan exclusivamente con la organización del proceso, no con el color de sus resultados; una democracia -por paradójico que parezca- donde prevalezca el silencio, la sensatez, el respeto y la razón, sin héroes y demonios, merolicos y oráculos, donde el ciudadano hable y los partidos, candidatos y gurús escuchen; una democracia que se construya y exprese con y en la modesta participación ciudadana, no en el derroche económico, el aquelarre mediático y la explotación biliar. Una democracia con elecciones que concluyan en definitiva y permitan que los gobiernos gobiernen.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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