LETRAS

La vaquerita

La vaquerita

Foto Copyright: lfmopinion.com

Cualquiera diría que se encaminaba a una fiesta de disfraces, sólo que en el restaurante no había ninguna, ni podría haberla, dado su perfil para hombres de negocios y políticos. Su paso atrajo las miradas; lascivas las masculinas, refractarias las de su género.

Definitivamente no se dirigía a fiesta alguna, lo hacía a mi mesa.

-Hola -dijo.

Me costó trabajo reconocerla. Su pelo castaño iba ahora pelirrojo, de raya en medio y cortas trenzas con moño. Dos chapas de muñeca antigua reñían al rojo de sus labios; un chalequito de mezclilla a las costillas cubría su camisa de mantel de pizzería. Su minifalda, de la misma tela del chaleco, se henchía de crinolina; sus torneadas piernas resaltaban en blancas medias, y botas vaqueras rojas, con punta de metal chapeado en plata, calzaban su atuendo. Caballo y sombrero, de seguro, aguardaban a la entrada.

-¡Ho,ho,ho,la! -contesté perplejo.

La doctora en derecho, autora de libros que nadie nunca leerá, maestra de constitucional por oposición y esposa de un avejentado, papudo y bofo fiscalista, menos aburrido que docto, había cambiado traje sastre y academia por una reminiscencia tardía de Hopalong Cassidy.

Nuestro barrunto de conversación fue truncado por la comensal que mesas adelante la llamaba. Más tarde salió despidiéndose de lejos al rítmico campaneo de su faldita. Recordé entonces una academicista entrevista televisiva (¡que nadie se espante, prometo no hablar de Lorenzo Meyer!) donde una artistílla fugaz (¿hay otras?) compartía con el auditorio sus hábitos vestiméntales, confesándolos atados a sus estados de ánimo que modeló -inmisericorde- en trapos diversos.

La imagen de la vaquerita atormentó mi memoria en asaltos sorpresivos y fugaces. Poco a poco fui cayendo en cuenta que su cambio era más que circunstancial o, en todo caso, hormonal, había en su vestimenta y porte algo más que un capricho de guardarropa. El tono y mirada de su saludo delataban, aún más que el vestuario y maquillaje, lo escasamente furtivo de su cacería.

"¿Estaré loco –pensé- o la doctorcita anda de coscolina? ¿Y el fiscalista gotoso? ¿Lo habrá sobreseído por falta de méritos? ¿Podré demandar su amparo? ¿Irá vestida así a la Universidad? ¡Qué agasajo educativo! Quizás ande noviando con un muchacho al que le dobla la edad. Como sea, de que anda en un segundo aire, anda".

Su recuerdo se desvaneció en el paso de los días. Meses después me crucé con ella en un seminario más aburrido que el Digesto de Ulpiano. Nada quedaba de la sensual y ridícula vaquerita -morosa nínfula-, la altiva académica de pelo negro recogido en chongo y lentes de intelectual con dificultad volteaba a los mortales, sólo tenía ojos para el descarnado y anciano Ministro de la Corte… su recién desposado.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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