Mi ojo derecho
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Desde su prisión de tenues pestañas mi ojo derecho me mira inexpresivo, agazapado tras un párpado superior que por sobre el iris cae hasta la pupila. Su esclerótica no es del todo blanca; Gilbert bautizó al síndrome por su palidez de hueso y a mí el síndrome me acompaña desde siempre, como la falsa urgencia de los doctores por hacerme análisis hepáticos y similares. Como sea, finísimas venitas rojas, innúmeros y serpentinos ríos que corren sobre su superficie, le restan a su pajiza tonalidad apariencia de muerte.
Además de gilbertiano, mi ojo no es una esfera agraciada. Ninguno lo es, la córnea se abomba llena de humor acuoso, cuyo interior se abisma al negro insondable de una pupila de la que irradian, cual rayos de custodia de iglesia, pequeñas grietas en la iridiscente areola por las cuales, tal vez, se pueda ver al minotauro de las pesadillas de Borges.
El universo de mi ojo derecho es de un caos caprichoso, la pupila se niega a ocupar su centro plegándose ligeramente hacia arriba y a la izquierda. A su alrededor, más allá de su haz de grietas, amorfos asteroides gravitan en diversas y profundas tonalidades. Conforme el iris se aleja de la pupila un trasfondo marmóreo de venas y vetas delata el piso que sostiene la lírica constelación.
A la izquierda del iris la esclerótica se arruga en carnosidad y embiste en anuncio de catarata.
Molesta el color aceituna de su mirada, su gustillo a agua estancada y crapulosa, ni verde, ni marrón, ni gris; pero ello se puede perdonar y hasta olvidar, no así el silencio insensible con el que observa y en el que oculta, ¡sabe Dios dónde!, su tesoro de luz.
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