POLÍTICA

Democracia excluyente

Democracia excluyente

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No hay nada en el universo que se repita. Cada instante y fenómeno es único e irrepetible. Y así también son las democracias, no hay un modelo de democracia sino tantos como pueblos y tiempos la ejerciten. La democracia no es más que un sistema de representación que se implanta en una cultura, sociología y tiempo determinados.

Los norteamericanos suelen apropiarse de todo lo que pueden y así lo hicieron con el concepto de democracia. Lo malo es que muchos les creyeron. Creyeron, primero, que Estado Unidos es la única y verdadera democracia, lo cual es más falso que un implante de cerebro. Y creyeron, segundo, que su democracia era exportable como la Coca-Cola o la BigMac, lo cual es, además de falso, imposible.

Algún día habremos de recuperar el sentido de identidad, mexicanidad debiéramos llamarlo con propiedad, y reencontrarnos con la construcción de nuestra democracia, no un modelo extraño y extranjero sino el propio y adecuado a nuestra forma de ser. Cuando eso hagamos, que lo haremos, deberemos evitar el pecado de la exclusión. Porque si de algo peca nuestra democracia es de exclusionista. Si pudiésemos señalar una constante en nuestro haber histórico éste sería la exclusión.

Nacimos a occidente en las alforjas (¿será mejor decir Carabelas?) hispanas. De una España que salía del oscurantismo tras una lucha ocho veces centuaria contra la invasión Mora, expulsando a los judíos y gobernando del brazo de la Inquisición. Para esa España, los salvajes e infieles puestos en estas tierras para ser ganados por ellos al cristianismo, oro de por medio, estaban excluidos incluso del carácter de homínidos, mismo que tenían que ganarlo con el bautismo y la esclavitud disfrazada de encomienda. Las Leyes de Indias sólo lo confirman, al tiempo de apuntar dos desviaciones nacionales más: el obedézcase pero no se cumpla y el proteccionismo endémico padre de los clientelismos de toda laya y signo, sean políticos o religiosos.

En la Independencia el elemento a excluir fue el peninsular. "A coger Cachupines" fue el Grito que bajo el estandarte Guadalupano dio inicio al gran movimiento social que luego fue acogido por las clases medias y acomodadas que querían independencia de España pero sin cambios en socioeconómicos en la naciente República.

El XIX fue una lucha constante entre los que querían el cambio verdadero y los que pugnaban por prolongar la Colonia sin la Metrópoli. Para unos y otros el adversario debía ser excluido y exterminado y en buena parte lo fue, en ambos bandos, hasta que la Reforma derivó en Porfiriato y la exclusión de los vencidos fue total y sanguinaria.

Orden y progreso, sin justicia y sin pueblo, hasta que éste despertó en Revolución y los momios volvieron a cambiar, los excluidos fueron, primero, los del viejo y caduco régimen, y, luego, un minisiglo XIX encapsulado en guerras fratricidas de facciones revolucionarias. Terminó por imponerse la Carrancista para terminar devorada por sus propios hijos. Así continuó la historia que llevaría a Obregón a preguntar quién salvaría a México de sus salvadores. En algún momento, desde el Estado, se impuso la institucionalidad que se dio vía partido en el poder para evitar que la fuerza centrífuga de las facciones armadas postrevolucionarias desgarraran el frágil tejido nacional en su lucha sin fin.

La institucionalidad puso orden y dio viabilidad al País, pero fue excluyente. El régimen era producto de una Revolución ganada por las armas y todo aquel que estuviese su contra era reaccionario y enemigo de México. Las verdaderas oposiciones fueron excluidas y exterminadas. Los hechos más sangrientos se dieron en casa. El paradigma de estos tiempos bien pudiera ser "Dentro del partido todo, fuera nada".

Sin embargo la realidad de México no encuadraba dentro los márgenes del partido único y poco a poco éste tuvo que ir cediendo a la pluralidad social: voto femenino, diputados de minoría, voto a los jóvenes, desregulación de requisitos para constituir partidos, representación proporcional, prerrogativas partidistas, tiempo oficial, órganos autónomos, tribunales de pleno derecho en materia electoral, financiamiento público. Entre todo ello tres décadas de incesante avance democrático de todas las fuerzas políticas del País.

Al interior del PRI podríamos encontrar simplificadamente dos tendencias, una de desgaste y cerrazón, que mientras más perdía y mayor era su debilidad más manotazos daba (y da); otra de apertura democrática comprometida y azarosa. Mal hacen los malquerientes del PRI en no reconocer la segunda vertiente anotada, ya que sin la ayuda de ella el camino les hubiese sido más largo y tortuoso.

El PRI perdió la Presidencia en un clima enrarecido, poco democrático y excluyente a cual más que, sorprendentemente, todo mundo aplaudía. Recordemos el discurso de tepocatas, alimañas, víboras prietas y las botas pisoteando dinosaurios de plástico y pateando ataúdes de cartón.
Salió el PRI de Los Pinos pero adentro se quedó enardecido, salvaje y desbocado el gen de la exclusión. Lógico, los excluidos eran ahora los priistas, culpables de todos los males habidos y por haber en el Universo y anexas, y su historia: ellos no habían hecho nada más que oprimir al pueblo y perder miserablemente 70 años sin logro alguno.

Pero la derecha y sus fobias no se conformaron con la exclusión del PRI, de los priistas y su historia, así que se siguieron de frente excluyendo al Congreso, al que el Presidente tomo como su personal punching bag, luego al PRD, a su seguro candidato, AMLO, y finalmente a cualquiera que se le cruzase en su camino o, algo antes nunca visto, sirviese de villano favorito y cortina de humo para tapar los yerros del nuevo grupo en el poder y los abusos y absurdos de la pareja presidencial.

En el otro extremo del espectro tampoco han hecho mal la tarea. Nuestra izquierda ha sido siempre excluyente y antropófaga. Sus últimos alardes y desfiguros hablan por sí solos, desconocen a todo aquel que no se pliegue a sus pareceres y delirios, acusan y movilizan en contra de sus adversarios, llaman a juicios populares, sólo les falta que construyan guillotinas.

Lo que queda del PRI es también prueba fehaciente del gen de exclusión del cual deriva. Durante décadas pudo excluir sin costo alguno sin darse cuenta que la balanza cambiaba hasta que la exclusión se equipara al suicidio y gustoso apresura su cicuta.

Pero la exclusión no está sólo en nuestros políticos y partidos, sino que ha perneado a la sociedad toda. Todos somos excluyentes y estamos dominados por nuestras filias y fobias. El problema, pues, es más cultural que político, e involucra a la sociedad toda. Mientras no haya lugar para el otro en nuestra vida seguiremos sufriendo de una cultura excluyente, el empresario sólo querrá actuar en un sistema monopólico, el medio sólo aceptara un mensaje univoco, nuestros intelectuales seguirán siendo intercambiables, nuestro sistema de partido permanecerá cerrado y a su interior privarán las purgas y las piras. Los sindicatos, las cámaras empresariales, las organizaciones de la sociedad civil, todos seguiremos democráticamente estériles, porque nuestro concepto de democracia se funda en la exclusión del otro.

Mientras el otro siga siendo a nuestros ojos un peligro, o un explotador, o un corrupto, o simplemente alguien que tiene que ser excluido de nuestra convivencia México no tendrá futuro delante de sí.

La tolerancia, antes que virtud democrática es un requisito de sobrevivencia que nos obstinamos en negar. Tenemos que aprender a vivir con nuestra otredad y aceptarla como parte nuestra. Mientras no lo hagamos sólo sangre y división sembraremos al porvenir.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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