RAÍCES DE MANGLAR

Costilla

Costilla

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El vacío.

Debió quedarse. Quizá yo la hubiera amado. Debió sentir la fuerza en mi mirada, mis ganas enmohecidas, el duende posado en su hombro.

Debió quedarse y aprender a perdonarme. ¿Cuántas decepciones no le dará esta vida? El dios debió haber intervenido. Su dios: Dios.

Su dios debió quedarse. Debimos orar más alto, allá en la cima, como él sobre su hermoso cuerpo. Rezando entre sus senos bondadosos, con su largo cabello esparcido como una medusa varada en la playa. Como el yin de un titubeante, dudoso y vergonzante yang. Como Lucifer, cuya voz se quebraba mientras decía "ven".

Y es cierto que las alturas son causantes de otros dolores. Dolores atmosféricos y cósmicos, tal cual le duele su tintineo a las estrellas o a las nubes su difuminación, pero quizá en lo alto nuestras plegarias se hubiesen oído y no fue así. No nos quedó más remedio que la resignación pronta.

Y ahí está el deseo, que no es más que una terrible vendetta. Deseo de besarlas, tocarlas, mancillarlas, penetrarlas, como antaño amenazaron, cuando fueron costillas adánicas.

La costilla que nos falta, que Dios, su dios, nos arrancó porque estaba torcida, tan torcida que nos hubiese perforado corazón, pulmones y espalda. Y sabía él, Dios, que de todas las costillas era la única que no guardaba nuestros órganos. Por eso fue que en un acto de piedad salvó al ente andrógino de morir empalado en sí mismo. Desde entonces las lágrimas primigenias son sudores nocturnos y podemos, hombres y mujeres, tolerar nuestros sufrimientos propios.

Pero cuando él, no el dios; él, penetra su delicado sexo, ¿sabe de nuestra cuenta pendiente? ¿Sabe que aquella costilla que ahora lo envuelve con su calcio hecho piernas, con su pubis que palpita, es en realidad el pecado original que constriñe su corazón y que regresa de su largo, doloroso y frío exilio para ocupar un trono en el interior de su tórax?

Ahí yace el deseo. Lejos, en comunión con otro cuerpo sin nuestra piel, con otra alma sin nuestra ansiedad. Debió voltear, quedarse y coser nuestra ancestral herida con el fino hilo de su cabello y ese aroma que escuece nuestra lujuria. Resarcir nuestras dudas con un prolongado beso. Promesas imaginarias de una mente confundida. Entonces yo la hubiera amado. Sólo así.

Pero se fue, entregada a otro. El castigo por nuestra inacción será verla caminar repleta de lozanía, ignorante del hubiera nuestro. Con el cáliz apartado, sin la vergüenza que alguna vez nos oprimió. Todo por no saber intuir ni ceder. El amor que queda se tornará amargo, esta alma será parásito de una corporeidad indigna. Allá va pues el deseo. Somos la nulidad hecha hombre, la insipidez encarnada. La otredad envidiosa y avara.

El dios de ella y de muchos nos condena a la larga espera. De alguna forma nos libera del peso de amar y ser amados, pero a costa de morir extraviados en la indiferencia, sin poder nunca saldar esa deuda.

Palpamos nuestro pecho hasta sentir el hueco. ¿Qué daríamos por tenerla en nuestros brazos, completamente rendida? Al fin y al cabo nuestra fatalidad siempre será la inalcanzable belleza de una costilla enterrada.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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