RAÍCES DE MANGLAR

Chupada cáscara

Chupada cáscara

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Nuestro destino inexorable y siniestro

"¿Que por qué lo traigo? Pues para que interceda por mi niño", me dice mi tío Gustavo con la voz cortada, mientras salimos de la estación Hidalgo, una de las más concurridas de esta vorágine subterránea que es el metro de la Ciudad de México. Debo de reconocer que, a pesar de que no se molestó por mi pregunta mala leche, sentí vergüenza por ser tan cretino y más con mi tío, al que desde chico siempre quise por su eterna sonrisa y amabilidad.

Cuánto han cambiado las cosas desde entonces, cuánto enfermó su alma que ahora ha tornado esa sonrisa en una mueca de resignación. Nunca pensé que terminaría acompañándolo al templo de San Hipólito para orar por mi primo Michell y menos yo que antes, a la menor provocación, gritaba mi falta de fe a los cuatro vientos, quizá sólo para llamar la atención y darme falsos aires de grandeza, como si al decirles a todos los demás que se equivocaban fuera yo algo más que un inmaduro y un inadaptado. ¡Vaya tarado que soy! Tan sobrado de mí incluso ahora, con cavilaciones de sentido común para darme importancia.

Pero la importancia y la pose pierden todo sentido frente a la muerte. Me doy cuenta de ello cuando pasamos del escándalo y ruido de fiesta del exterior al solemne halo de misticismo que tiene esta iglesia. No sé si es por nuestro humor o de verdad tiene algo este sitio, pero es como si se mezclara sutilmente la decadencia con la belleza, tanto así que incluso me olvido de mis convicciones y me pierdo un instante en el silencio casi musical del recinto.

"Espérame aquí si quieres", me dice siempre atento mi tío mientras me pide con un gesto imperceptible las cenizas de su hijo y por primera vez siento que me lo arrebatan, a él, a mi primo más querido, al que nunca fui a ver al hospital, al que no reconocí en el féretro y al que no creí muerto hasta este momento. Pero a pesar del amargo trago que estoy probando, no estoy seguro si siento más pena por él, por mi tío o por mí. ¿Es así como empezamos a irnos? ¿Es el llamado infame que comienza uno a uno a convocarnos? "¡No!", me digo a mí mismo, como si tratara de convencerme de que fue la enfermedad lo que mató a Michell y no el tiempo, el inefable tiempo. Era joven, apenas 24 años encima, sin arrugas ni aquellas cicatrices que dan carácter a la gente. Tenía una esposa bonita e igual de alegre y joven que él y como único descendiente un niño pequeño que en el funeral no lloraba, tal vez porque tampoco reconocía en aquella chupada cáscara el rostro de su padre.

Todo su porvenir hecho polvo por los cambios de diálisis y esos medicamentos y sustancias malolientes que llenaban su cuarto de un olor espeso que no habría de desaparecer hasta varias semanas después de su muerte. Ese fétido ambiente que nos recordaba que la enfermedad puede desvanecer a una persona hasta anularla completamente. Como si todas esas charlas, risas y juegos que compartimos no fuesen más que espejismos de tiempos tiernos y llenos de inocencia.

De golpe me llegan las memorias de nuestra infancia, de las noches enteras jugando Super Nintendo o tronando cuetes en las festividades, haciendo fogatas con basura en la calle, de las bromas pesadas a otros primos y de los madrazos que le propinaba mi tía en cada reunión familiar por ser contestón él y una alcohólica ella. Recuerdo y siento un nudo en la garganta por su tropezada y corta vida.

Tanta violencia hubo en su niñez. Desde pequeño tuvo que lidiar con los desplantes arrogantes y arbitrarios de su mamá. Recuerdo una vez que estábamos todos alegres, reunidos en un recalentado de Año Nuevo. Michelle tenía poco más de seis años y ambos jugábamos a un lado de la mesa donde estaban reunidos sus papás y los míos, quienes también eran sus padrinos de bautizo. Michelle siempre tuvo problemas con su mamá porque no soportaba sus órdenes cuando estaba borracha.

No sé bien por qué surgió la plática, pero ese día conversaban de los festivales escolares previos a las vacaciones navideñas. Michelle iba a una primaria particular y le toco bailar vestido de pollito con todo y cascarón. Mi tía contaba con detalles toda la parafernalia del bailable y entonces preguntó si queríamos ver a su hijo interpretar su papel; por supuesto, sin el consentimiento de él. Alguien dijo que sí y entonces fuimos testigos de la brutalidad con la que mi tía podía tratar a su hijo cuando éste le negaba algo.

"¡Póntelo rápido!", decía mi tía colérica a un Michelle desconcertado, amedrentado por dos bofetadas que ella le propinó porque no quiso ponerse el traje de pollo. "Ya Lupe", decía mi madre, intentando persuadirla para que dejara en paz al niño. "Ni madres. A mí me tiene que hacer caso a la primera. Aquí no se va a hacer lo que él diga".

Queríamos mucho a mi tía porque era una mujer consentidora y agradable. Siempre nos trataba bien a los sobrinos, pero el alcohol la transformaba en una criatura competitiva e intransigente. No toleraba que le alzaran la voz o que le contestaran mal frente a los demás. Finalmente, Michelle terminó haciendo su parte. La escena era de un patetismo triste y difícil de creer: él, con los ojos llorosos, saliendo del cascarón con una música infantil de fondo; mi tía, aplaudiendo y cantando para animar a su hijo, al que apenas unos momentos antes había humillado y golpeado.

Lo peor de todo esto es que esa no fue ni la primera ni la última vez que Michelle pasó por el agravio materno. Cada reunión familiar terminaba con él haciendo algún berrinche y ella maltratándolo y pegándole. Siempre el común denominador era el alcohol y la desobediencia de Michelle. Sólo bastaba que su mamá lo llamara para ver cómo le cambiaba el semblante: "Seguro ya quiere que vaya por más caguamas. Que se espere", me decía cuando la oía gritar. Lo que seguía era el mismo guion ensayado de todas las navidades y años nuevos. Ni siquiera en su cumpleaños se salvaba.

Michelle prefería pasar la mayor parte de su tiempo en la calle, lo más lejos posible de su mamá. Siempre fue así. En su infancia, sus primos lo acompañamos por sus largas caminatas y horas de vagancia en las calles y colonias cercanas, pero al paso de los años fuimos sustituidos por amistades cada vez menos amables y sus expediciones comenzaron a hacerse más lejos de su casa y familiares y finalmente de sí mismo.

Él era así, un niño salvaje, casi del asfalto, no podía con el encierro. El solo hecho de verlo enclaustrado me volteó el espíritu. Incluso para mí, que lo que más odiaba de él era su fijación por estar tanto tiempo a la intemperie, mirarlo encerrado en el enorme ataúd que albergaba su empequeñecido cuerpo antes de ser incinerado fue una visión insoportable. Su final es la pérdida de la inocencia, pero no aquella inocencia que se va cuando viene el sexo o cuando entendemos que nada es gratis, sino esa otra, la verdadera, la que se pierde cuando encaramos de cerca a la muerte, cuando la vemos llevarse lo más preciado así como si nada. Ella todo lo vuelve insulso y baladí.

De pronto me desconozco en esta iglesia. Siento terror por nuestro destino inexorable y siniestro y comprendo que, si bien empezó muy pronto, es así como inicia el final, nuestro final, uno a uno todos los primos, tíos y hermanos. Ahí, en el templo de San Hipólito.

Michelle, a sus 24 años y con un dolor ineludible y punzante en el hígado, murió de un paro cardiaco en el Hospital General de la Ciudad de México el 5 de enero de 2016.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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