PARRESHÍA

El tigre y el laberinto

El tigre y el laberinto

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Cada quien escoge su laberinto.

Corría un marzo electoral y frío, con él la Convención Nacional Bancaria; la oportunidad y el foro estaban puestos; el mensajero los aprovechó, soltó el mensaje que se hundió en lo más oscuro de todos los miedos: “a ver quién amarra el tigre”.

Por supuesto, cada cual vio al tigre de sus temores. Bien lo dijo Roosevelt: “de nada hemos de temer que del miedo mismo”. Y el miedo fue.

La frase vino en referencia a un posible fraude electoral: “yo no voy a estar deteniendo a la gente luego de un fraude (…) si se atreven a un fraude (…) a ver quién amarra el tigre.” El “si se atreven”, en semejante foro y ocasión, no podía tener más que un destinatario.

La amenaza no fue definitoria, más sí significativa. Muchos optaron por su tranquilidad comprando tigre, circo, espectáculo y domador.

Nunca se vendió al tigre solo, se ofertó al amarrador; el amarrado era anzuelo.

Al tigre solo, quién lo compraría; y al domador sin tigre, para qué. El capital de trabajo del domador era el tigre, pero quien amarra al tigre se amarra al tigre. Como bien pregunta Foulcault en Las Palabras y las Cosas: “¿Acaso no debemos recordar que estamos atados al lomo del tigre?”

Sacarse el tigre en la rifa no le resta peligrosidad al chucho, por más buen domador que se sea. La abuela diría que el que con tigres se acuesta devorado puede amanecer.

Y es que en esta vida cada quien escoge su laberinto. Cada quien es su laberinto.

En el laberinto hay caminos, pero no salidas. Entre el conocimiento y la fábula, entre lo que sabemos y nos engañamos, entre lo que podemos y creemos, media una tierra arrasada: el vacío, tal vez la locura. Cuando “el deseo reina en estado salvaje como si el rigor de su norma acabara con toda oposición, cuando la muerte domina toda función psicológica y se alza sobre él como única norma devastadora, entonces reconocemos la forma actual, presente, de la locura, la locura tal cual se presenta en la experiencia moderna, como su verdad (…) y su alteridad.” (Foucault, quién mas).

Es el laberinto el eje central de las búsquedas en Nietzsche, Borges y Paz, en el mismo Foucault y en cada uno de nosotros mismos. Dédalo lo diseña por órdenes del Rey Minos para encerrar y hacer reinar en él al Minotauro, hombre con cabeza de toro. Ofensa al Rey Minos del Dios Poseidón, que hizo enamorar a la esposa de aquél, Parsifae, de un toro blanco, del que nace la vergüenza de Minos y el monstruo de Creta, el Minotauro, humillación y vergüenza que se encierra y esconde en “la incomprensible y muerta soberanía” del diseño y construcción de Dédalos: corredores a la nada; espacio de metamorfosis, ámbitos de hombre, bestia, semidioses, amor prohibido y traición; vida y muerte, tragedia. Encuentro entre lo humano e inhumano; misterio, vergüenza.

El laberinto es un viaje al Minotauro de cada uno. A nuestro monstruo interior, a nuestro infinito personal. Disyuntivas sin fin, caminos que se quiebran sin solución.

El laberinto es tiempo y espacio, muerte y camino, arribo y partida, derrota y esperanza; decisión ineludible cuan imposible. Espacio de Cronos, tiempo con sitio y sitiado; camino elusivo; origen y destino. Cronos, fluir permanente entre el ser y el dejar de ser, entre concluir e iniciar. En el laberinto nunca hay llegada definitiva, todo es un perpetuo retorcerse en corredores sin fin. “Cronos, dice Foucault, devora trozo a trozo aquello que da origen y aquello que hace renacer en su tiempo. Esta monstruosa y violenta llegada -la gran destrucción de cada instante, el engullirse todo lo vivo, la dispersión de los miembros- está vinculada con la exactitud de un comienzo: la llegada (siempre) conduce a este gran laberinto interior, un laberinto cuya naturaleza no difiere del monstruo que contiene.”

Laberinto, espacio de Cronos, pero también su cárcel. En el laberinto el tiempo se muerde la cola, no transita linealmente, llega siempre al mismo sitio: tiempo cíclico, eterno retorno.

En su laberinto, Moctezuma no pudo ver en Cortez al desconocido, al aventurero; tampoco supo ver su fuerza real, sus artes políticas, su ambición de poder, su falsía; solo tenía ojos para el retorno anunciado de Quetzalcóatl, para el fin del sol azteca y el nacimiento del anunciado fuego nuevo. El laberinto como ceguera obsesiva.

No fue Cortes quien derrotó a Moctezuma, fue el Minotauro del laberinto interior del mexica, el retorno eterno de tiempos conocidos, que se impuso a la cambiante novedad. Las categorías para entender la realidad confinaron al Gran Tlatoani en en sus fantasmas y espejos negros y humeantes; en la comodidad paranoide de lo conocido y explicado, que interpreta las circunstancias mudables bajo esquemas cuajados. No fue entonces el hombre y su específica circunstancia dentro de una realidad siempre inconstante, sino el hombre y el cambio bajo una siempre y misma circunstancia, bañándose en las aguas de un río estático; interpretación congelada, monolítica, inconmovible ante todo nuevo acaecer y problema.

Fue igual el verdadero pecado de Díaz Ordaz: leer el 68 con anteojos de guerra fría, sin percibir los movimientos telúricos que anunciaban el fin de los equilibrios de la postguerra; el fracaso de sus modelos de desarrollo y el surgimiento y reclamos de un nuevo México nieto de una Revolución hecha cascarón y símbolo dicursivo. Apostó al pasado, se cerró a lo desconocido.

En el laberinto no hay ventanas, se avanza sin instrumentos de navegación, se carece de perspectiva y capacidad de reflexión. Cual paso de Michael Jakson, parece que se camina hacia delante, cuando en realidad se retrocede. Poco importa si avanzamos o retrocedemos, siempre se llega al mismo lugar. En el laberinto avanzamos hacia el inicio. En sus muros todos los problemas se procesan bajo la misma óptica, diagnóstico y receta. Lo complejo se simplifica en una visión sin perspectiva ni aliento, visión congelada, estatua de sal; todo nace y muere una y otra vez en los vericuetos de un tiempo coagulado.

Quien tiene la misma explicación para todo, carece de visión de realidad y está condenado a estrellarse infinitamente contra las paredes de su laberinto.

Pero el laberinto está en nosotros, no afuera. “Quien con monstruos lucha, alerta Nietzsche, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti” (Más allá del bien y del mal). En el laberinto somos a un tiempo Teseo y Asterio (Minotauro): “el peor enemigo con que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques. ¡Solitario, tú recorres el camino que lleva a ti mismo! ¡Y tu camino pasa al lado de ti mismo y de tus siete demonios!” (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Quizás por eso Calasso dice que “forma parte de la obra civilizadora del héroe suprimirse a sí mismo. Porque el héroe es monstruoso. Inmediatamente después de los monstruos, mueren los héroes” (y a veces hasta los dioses, 'Götterdammerung').

Borges, que de laberintos sabía mucho, sostiene que el Minotauro apenas opuso resistencia a Teseo. Dentro del laberinto es imposible distinguir los destinos de los caminos de los de los actores: en él los senderos no se bifurcan, convergen.

Pero Dédalos construyó el laberinto para esconder misterio y vergüenza; así los hombres construimos laberintos de palabras para ocultarnos (Foucault), como las máscaras de nuestra mexicanidad, que a un tiempo ocultan y delatan.

En el laberinto discursamos para perdernos, difuminarnos, escondernos; no para entendernos, no para vernos. Tras las palabras hay quien pretende borrar su rostro, disimularse dice Paz: hacerse transparente y fantasmal. Sin rostro no hay responsable, no hay imputable; solo queda el ruido, lo ajeno absoluto. Disimulados -descarados-, no hay ya quién, ni hoy, ni aquí; cualquier dardo y carga debe dirigirse a lo inasible, al pasado, a otro; porque actor y presente se ocultan tras pseudónimos, tras palabras.

Por los corredores del laberinto se agolpan palabras y narrativas, cantos de gallo, monólogos circulares, gracejadas prejuiciadas, desencuentros; el Minotauro hecho ruido; Teseo sin el hilo salvador de Ariadna. Corredores donde la verdad y la no verdad se funden en un profundo eco.

Todas las mañanas construimos Torres de Babel desechables; laberintos de cacofonías alebrestadas para ocultar la verdad, monopolizar la conversación, distraerla en artificios y reyertas; entropía sonora.

Paz nos dice que no solo nos disimulamos a nosotros mismos, también difuminamos a los demás, “de (una) manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguno es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.”

Y así nuestro laberinto nacional se llena de Ningunos: ninguno que dé la cara, que responda, que conduzca, que asuma; laberinto de sombras y palabras mirando al pasado y regañando al presente. Laberinto de floreros.

Pero también laberinto sin ciudadanos con derechos, seguridades, rostros y voz, solo calificativos maniqueos: buenos y adversarios; conservadores y Juan pueblo. Todos innombrables: símbolos, signos, estigmas; no hombres de carne y hueso.

Vuelvo a Paz: “el Ninguneador se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la Historia.”

“¿Acaso no debemos recordar que estamos atados al lomo del tigre” y en el laberinto de nuestra soledad?

Todo gobierno tiene su laberinto y Minotauro, algunos cuentan con la cordura y guía de Ariadna, otros navegan al canto de las sirenas. Pero todos, con Nietzsche, tarde o temprano terminan por preguntarse: ¿Cómo he llegado al ser que soy y por qué sufro por ser lo que soy?”

En las paredes y esquinas del laberinto se escucha un nuevo lamento de la Llorona: “Bavispe”. Palabra que en lengua vernácula Ópata significa, ¡Oh parajodas del destino!: “donde el río cambia de dirección”… Y ojalá de laberinto.

Concluyo con Borges:

“Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
El verdadero, el de caliente sangre,
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy (…)
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
Y de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las que andan por la tierra.”
(El otro tigre, Ficcionario)






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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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