Mal y maldad
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Malo y malvado se contraponen a bueno, pero difieren entre sí.
El mal es lo opuesto al bien. Lo bueno, para Nietzsche, se concibe de modo previo y espontáneo a partir de sí mismo y de él se forma -como antítesis- la idea de lo malo. El mal, según este filosofo, es "una creación posterior", marginal, un "color complementario" a lo bueno. Lo malvado, sin embargo, no halla su origen en lo contrario a lo bueno, sino que es salido de "la cuba cervecera del odio insaciado", es hijo de un rencor. La maldad es en sí un original, un comienzo, una auténtica acción (aunque esencialmente sea reactiva, como veremos).
Mal y maldad, supuestamente se contraponen al concepto de bueno, pero no es el mismo concepto de bueno. El mal se contrapone a nobleza, en tanto que la maldad, supuestamente contradiciendo lo bueno, es producto del resentimiento.
En la Grecia clásica, bueno y malo tenían un sentido estamental: lo bueno correspondía al noble, libre y aristócrata; al guerrero, al héroe; en tanto que lo malo al hombre simple y vulgar. En "La genealogía de la moral", Nietzsche destaca que en alemán malo y simple comparten la misma raíz lingüística. Ahora bien, ese origen estamental se pierde y difumina tras la expansión de la cultura judeocristiana y es así que atestiguamos una metamorfosis de valores: los buenos ya no son los nobles, los guerreros, los aristócratas, sino los débiles, los indigentes, los enfermos, los que sufren; de ellos es la bienaventuranza. Ya no es la afirmación del ser -voluntad de poder le llama Nietzsche-, sino su negación; no "un triunfante sí dicho de sí mismo", sino de un no propio de una infelicidad abstracta, de un resentimiento. Recordemos que el resentimiento es una pasión impersonal e inasible; no responde a algo o alguien concreto, sino a la vida, la suerte, el destino, los malos, el otro.
La diferencia radica en que en la nobleza encontramos un verdadero "amor a sus enemigos": "¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! -y ese respeto es ya un puente hacia el amor… ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar!" Comparte con su contrario esencia y grandeza, mientras más grande su enemigo más lo será él. Ser su enemigo lo honra y distingue. En consecuencia, él lo pondera y reverencia.
En el caso del resentido, el enemigo no es su reflejo; antes bien, es a partir de ese "enemigo malvado", que el resentido deduce su concepto de "bueno", de sí mismo. En él, la esencia de bueno no se concibe de modo previo y espontáneo, y menos a partir de sí, sino que resulta de su contrario, de su negación; radica fuera de él mismo: "mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho de sí mismo", la moral del resentimiento "dice no, ya de antemano, a un ‘afuera’, a un ‘otro’, a un ‘no yo’; y ese no es lo que constituye su acción creadora!". Estamos ante una creación derivada, frente a un "necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacía sí", porque el resentimiento "necesita siempre primero un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, -su acción es, de raíz, reacción." En el caso de la maldad, lo bueno no es espontáneo y previo, sino razón de ser, producto y explicación de la maldad. El ser y lo bueno deviene en victimizarse de cara a la maldad del otro, del extraño, del enemigo.
El resentido, sostiene Savater, "reprocha como moralmente malo la posesión de cuanto él no posee, los dones de que carece, los riesgos que no se atreve a correr, los placeres que es incapaz de compartir. Es la articulación moral de la envidia, la expresión ética de la impotencia (…) el resentido siempre opina que le han quitado algo y solo se lo puede haber quitado quien lo tiene, el feliz. Es el otro quien tiene la culpa de su miseria, quien es culpable por no ser miserable." A diferencia del magnánimo, el resentido "solo se afirma cuando niega a su rival." Por eso gira alrededor del otro, deriva de su contrario, respira de la expiración de aquél; es en función del otro, del malo que lo persigue cual su sombra. No se es para ser feliz; no se puede ser más que infeliz por ser "bueno", por sufrir la maldad y existencia del otro.
El resentido siempre es odio contra lo diferente, por ello dicta leyes que "buscan constreñir lo irrepetible de cada acción a la homogeneidad de lo común y la diversidad de perspectivas potenciadas por cada tipo de fuerza a unos principios absolutos, por tanto abstractos", que igualan en la mediocridad. Que nadie descuelle porque destacar, triunfar, ser feliz es injusto, pecaminoso, malvado.
En la espontaneidad de lo bueno la felicidad viene aparejada, no se construye artificialmente, ni fuera de sí, en el mal fario del otro; es una felicidad que no se miente a sí misma "mediante una mirada dirigida a sus enemigos": obrar bien, diría Nietzsche es "ser feliz". En el resentido, la felicidad "aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento", como algo esencialmente pasivo y derivado: "Hay un peligro de los más graves en creer que la humanidad ha de continuar creciendo y fortificándose en tanto que totalidad (masa), mientras los individuos se apoltronan, se igualan, no superan la media, se hacen mediocres…"
"El hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su alma ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto lo atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente."
Pero los resentido no solo se ven como buenos, sino como "justos": "a lo que ellos piden no lo llaman desquite, sino ‘el triunfo de la justicia’; a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la ’injusticia’ (…) lo que ellos creen y esperan no es la esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza (…) sino la victoria de Dios."
Pues bien, la maldad en tanto resentimiento no suele ser buena consejera. Cuando por sobre la razón priva el odio, el miedo o el resentimiento, las democracias suelen elegir a Hitlers o Trumps. No se elige al mejor, sino a quien se considera antípoda del enemigo malvado.
Con independencia de los méritos personales y deméritos procesales en el nombramiento de la Sra. Rosario Piedra como Ombudsperson, me sorprendió el argumento presidencial sobre su designación. Dijo el Presidente que su nombramiento era un acto de justicia y, creo, que en ello radica el problema. Los nombramientos no son mecanismos de justicia; se nombra a alguien por capacidad e idoneidad con la función pública a desempeñar. Los puestos públicos no son para resarcir daños, castigar injusticias u otorgar justicia al victimado.
Mutatis mutandis es el argumento nitzscheano antes expresado: los buenos son los desamparados, los enfermos, las víctimas, los que sufren; en esa calidad les corresponde la buenaventura y, en el caso concreto, el puesto y la justicia. En otras palabras, alegar justicia en su nombramiento es aceptar que se le nombra por una ofensa sufrida, no por méritos personales.
Ahora bien, de aceptar lo anterior cabe preguntar si eso es realmente justicia. A mi juicio no; no es justicia para ella, a quien se nombra por haber sido victimada; por su dolor, por su pérdida, por su búsqueda; pero no por sus cualidades y potencialidades personales. El nombramiento no la honra, antes bien la marca y distingue por víctima, por nada más.
Tampoco es justicia por lo que hace al hermano perdido, quien no revivirá o aparecerá porque la hermana ocupe un cargo, por más honroso que sea. Y menos lo será para los demás violentados en sus derechos humanos a quien corresponderá ahora a la Señora Piedra defender y proteger, habida cuenta que no está allí para satisfacer sus demandas, sino por el daño por ella sufrido. En ese tenor, por más víctima y bien intencionada que pueda ser, su carácter de agraviada no necesariamente l llevaría a congeniar sus capacidades con sus deberes públicos. Finalmente, tampoco es justo para la institución que encabeza.
Ahora bien, pudiera ser que al caso concreto los anteriores argumentos no devengan del todo atinados y que estemos de cara a una funcionaria idónea para el puesto; radicando entonces la injusticia en el desaseado procesamiento de su nombramiento y en la argumentación presidencial. No obstante, la hipótesis alegada permite delinear la metamorfosis de valores a que se refería Nietzsche, por la que las decisiones no se toman en sus méritos, sino en función de un resentimiento que valora como bueno lo débil, lo doloroso, lo agraviado, o simplemente el mal fario, no la bondad en sí, ni los méritos que pudieran acreditar capacidad e idoneidad.
Concluyo, guardémonos de tomar decisiones en atención a resentimientos; de resolver por la emoción que nos causa una persona o una circunstancia, y no la razón y la ponderación objetiva del sujeto o hecho. Que Juan sea corrupto, que Martín falaz, que Rubén ineficiente; no hace a Tomas diferente en sus propios méritos. Que Enrique haya sido vapuleado por la vida y golpeado por los astros, lo hace meritorio, sí, de comprensión, apoyo y solidaridad, pero no necesariamente mejor y menos aún merecedor a responsabilidades superiores a sus alcances.
El tema es de suyo discutible: ¿Al igualar se hace justicia? Es decir, ¿dar a todos lo mismo es hacer justicia o simplemente homogeneizar en detrimento de las capacidades y necesidades de cada uno? O bien, ¿al hacer justicia se iguala, dando a cada quien lo suyo? En un futuro cercano prometo regresar a este tema.
Los deméritos de alguien no pueden devenir en mérito o valía de un tercero. Y peor aún, los deméritos de alguien no pueden socializarse en detrimento de nadie.
Luego, por castigar a nuestro villano favorito terminamos por castigarnos a nosotros con decisiones contraproducentes. Y esa maldad es peor que todos los males juntos.
No es pues en los otros y en su hacer o pasado donde hay que buscar y sustentar la bondad e idoneidad de nuestras decisiones y presente.
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