RAÍCES DE MANGLAR

Disparo de salida

Disparo de salida

Foto Copyright: lfmopinion.com

Epifanía.

Espera el disparo de salida. Con una mano sostiene su cuerpo y con la otra se acomoda las gafas. Puede sentir sus temblores sacudiendo la pista. El sudor espeso cae y su golpeteo, imperceptible para el resto, es como un rumor grave e insistente para Enrique.

Siente cómo sus músculos se vuelven parte de aquellas prótesis metálicas y frías.

El entrenamiento y la convivencia con otros como él, con las mismas ganas de demostrar su valía, le devolvieron el temple, pero nunca ha abandonado del todo aquel sufrimiento cada vez que un niño pequeño, en su inocencia, pregunta a sus padres "¿qué le pasó a aquel hombre’", "¿qué le pasó a sus piernas?".

Pero eran los adultos quienes más lo perturbaban con su lástima fingida y su falsedad. Podía intuir sus verdaderos pensamientos y cómo se comparaban con él para satisfacer y justificar su existencia: "¿Ves? Podría ser peor".

No lo decían, pero Enrique podía ver cómo éstas y otras letanías casi se les escurrían por las comisuras. Un gusto secreto que se guardaban para sí mismos.

Nunca ha logrado ignorar la ira contra quienes no pueden soportar la visión de su cuerpo. Pasaron años antes de que alguien pudiera sostenerle la mirada y quienes lo hicieron fue porque comprendían su pena en carne y espíritu.

Al final nada de esto importaba. Sabía exactamente como sería su vida sin aquel accidente y ya le daba igual. Observar por años la apatía humana le había dado otra perspectiva de las cosas.

Antaño podía sentir la carne suave de sus muñones golpeando con cada paso, con cada sacudida sus huesos limados. Hoy, Enrique es de acero. Mira fijamente un punto en el suelo. Se concentra. Respira.

A veces tiene un sueño recurrente, uno donde los huesos de sus piernas crecen sin control hasta romper la carne. Y siempre despierta agitado, con el dolor fantasma de los miembros perdidos y las ganas de sobarse y rascarse. Aquellas sensaciones están atadas a su mutilado cuerpo y pertenecen al vacío.

Ya la sensación es otra, es nueva. Antes podría haberse resignado a compadecerse, entregarse al autoflagelo. Hoy Enrique es otro hombre forjado enteramente de porvenir.

El atleta se desconoce. El posible triunfo y la competencia lo excita. Escucha el sonido de las cámaras, de reojo contempla los flasheos, le hacen olvidar el abandono de quienes lo amaron antes del accidente y sólo en aquel entonces. Es cierto y lo sabe, que está incompleto y que siempre lo estará.

El accidente se llevó más que una parte de su cuerpo; mató a la persona que era. El Enrique de entonces era otro, más mundano e indiferente, incluso despiadado. El de hoy ya compensó lo perdido con sabiduría y amor propio. Este pensamiento, de alguna forma lo alivia y tranquiliza.

Llega a él la epifanía, el autodescubrimiento, más allá de los entrenamientos, más allá de las palabras del entrenador y de la afición. Se da cuenta que lo sustancial permanece, que está vivo. Qué importa si hoy no gana, ya ha perdido lo suficiente para encontrarse.

"¡Bang!"

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