LO DE HOY

Extinción en tiempo presente

Extinción en tiempo presente

Foto Copyright: lfmopinion.com

Mortales.

Sentados en la barra del Oyster Bar del Plaza, después de Varishnikov en el Met, unas señoras de no mal ver, cercanas a los cincuentas, hondearon en brama sus pantaletas en son de guerra. Difícil momento que cerramos haciendo como si la virgen nos hablara.

Eran mi primera vez y noche en Nueva York. Acompañaba a mi padre quien acudió a ver unos asuntos y aprovechó para mostrarme la gran ciudad y visitar a viejos amigos del gobierno y prensa norteamericanos.

Si bien su familia había vivido en Nueva York cuando mi abuelo, enviado por Pancho Villa, surtía a la División del Norte de uniformes, armas, parque y vituallas, habiendo nacido allí el hermano mayor de mi padre, él había conocido la urbe de hierro durante la guerra, doblando al inglés una película china, con una mano adelante y otra atrás.

De las primeras cosas que me mostró fue la línea del subway que utilizó muchas noches para dormir, ida y vuelta a todo su largo hasta que llegaba la hora de tomar un café antes de regresar al estudio de grabación, cuando, desmandado, se había gastado su salario semanal antes del viernes de pago.

En aquel viaje conocí periodistas del New York Times y Washington Post, fue la primera vez que tomé Gin Martini; dueños de radio y comentaristas de televisión, financieros, a Don Carlos Prieto, el empresario y su señora, a quienes encontramos en un restaurante y nos invitaron una copa en su mesa. En el lobby del hotel nos cruzamos con un joven que se acercó a saludar a mi padre, así supimos que Díaz Ordaz estaba allí y platicamos con él por largas tres horas con wiskis bien servidos por Don Gustavo.

Mi padre quería mostrarme el Nueva York de su juventud. "Te voy a llevar a los mejores sándwiches de salmón, aquí, en la esquina a la vuelta", me decía salivando de recuerdo. Dimos la vuelta y un rascacielos se perdía entre las nubes bajas de ese día. "Bueno, aquí estaban y eran muy buenos", se consolaba consolándome. Pero vas a ver la mejor comida alemana del mundo, y lo mismo, ni rastros del lugar. "El mejor lemon pay", e igual. Por supuesto que subsistían algunos especímenes prehistóricos como el Gallagher’s, con su barra cuadrada, martinis y fotos de béisbol, el Mama Mia y el Oyster de Grand Central.

Caminamos por horas tras los recuerdos de mi padre y encontramos pocos. Así es la vida. Las del Valle, de Ciudad de México y Monterrey, de mi niñez guardan poco de las colonias familiares en crecimiento de aquellos días.

Hoy, sin embargo, ese paciente paso y cambio de la fisonomía urbana que mi padre me enseñó sin querer en ese viaje, lo vemos en tiempo real. La taquería de siempre, el café de la esquina, el restaurante de fin de semana, la mueblería de los bajos del edificio, la farmacia de doña Amalia, la carpintería del Greñas, la peluquería y el salón de belleza desaparecen casi ante nuestros ojos. Observamos una extinción de la economía similar a la de los dinosaurios. Simplemente dejan de formar parte del paisaje.

No son solo los comercios. También los humanos desaparecemos.

Cual psicología de guerra la vida humana deja de tener valor para convertirse en cifras y gráficas, en discusiones banales, como la del cubre bocas, y en distractores nefandos.

Pero la gente muere. Primero lejanamente: solo a los ricos, llegó a decir alguien a quien la urbanidad me impide calificar. Solo los viejos. Bueno, también los gordos y los diabéticos y los hipertensos y los niños y los jóvenes. En fin, nos morimos.

El maldito virus nos cerca, nos priva de seres queridos, de conocidos y de vidas que sin ser nada de nosotros nos recuerdan que somos como ellos: mortales.

Los que sobrevivan podrán algún día recorrer el centro de nuestra bella ciudad de México y contarles a sus hijos o a sus nietos, o a cualquiera que pueda escucharlos, lo que algún día fue y ya no será más. Muchos de nosotros entre ello.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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