LETRAS

Todo puede pasar

Todo puede pasar

Foto Copyright: lfmopinion.com

Tierra de los machos.

Cuento publicado por Editorial Benma, en Antología de cuentos "Aunque usted no lo crea"



Joe abrazó el tercer gin & tonict y empezó a sentirse más seguro, con mayor libertad. La edad y el dolor de espalda le recordaban que ya no era un muchachito. Su mirada chocó consigo mismo cuando vio su reflejo en el espejo del Cesar’s. No sonrío. La barra seguía siendo una obra de arte de un grupo de maestros ebanistas desaparecidos. Ya no hacen esto en ningún lado, pensó en voz alta. ¿Qué dice? Oyó muy lejos al atento, servicial mesero de filipina blanca y corbata de moño negro. Ya los conocía a todos, aunque siempre había uno nuevo que sustituía a otro del que se decía había muerto o ¡por fin! una gringa otoñal se lo llevó con ella rumbo a California, a San Francisco a San José, a algún otro lugar santo en inglés. El mesero se acercó, Joe, dijo casi en un susurro ¿quiere pasta, de la buena? Asintió mecánicamente y trastabilló al levantarse del banco. No, espere, y deslizó un par de billetes en la servilleta recién puesta al tiempo que recogía la mercancía. Carlitos, reportero de sociales no perdió detalle, después de todo esa era parte de su columna, chismes, avisos, la ola de ocurrencias en Ave. Revolución, que conocía de pe a pa.

Un minuto después Carlitos se instaló sonriendo al lado de Joe, su figura se dibujó en tres cuartos en el mismo espejo, pero no volteó, no le interesó hacerlo. Se sabía irreverente y en cierto modo se despreciaba, aunque reconocía que era necesario su trabajo de halcón. Hola Joe, ¿me invita un trago? Joe apenas movió los labios. Sabe Joe, le tengo una sorpresa. Com’on move. Let me finish my drink¿How much? Vamos Joe, que agresión. Otro mesero trajo la magnífica ensalada aquí inventada y con el doble de anchoas. Apenas la removió y la puso a un lado, como para paladearla despacio, será otro día, se dijo. Vamos. Let’s do it. Dejó un par de billetes de la colección In God we trust con Ben Franklin. Caminaron uno al lado del otro, cosa de cinco minutos entre turistas despistados, mujeres de mediana edad, puestos de jugos y tepache, ofertas de viagra, un par de burros pintados de cebras o cebras de burros con sombrero y sarape. Carlitos tocó el codo de Joe, ahí es, le dijo. Avanzó sólo. Una camioneta de mediana edad lo esperaba con la puerta trasera abierta. Por un momento dudó, Carlitos casi lo empujó y cerró la puerta con un violento portazo. De ahí al paraíso. La aguja lo adormeció plácidamente. Nada de arrepentimientos, ni de discusiones con papá y ver llorar a mamá, nada de money talk, ni permanente busca del sueño americano, ni el dolor de haberla perdido. In México you can strech your boose. A lo lejos oyó el enésimo discurso repetido del presidente discriminador, en plena campaña de reelección, monotemático: very very tremendous. Como siempre nunca dijo nada. A su lado Carlitos lo cuidaba, como servil lacayo. Joe, junto a ella, en un amanecer espectacular desde el Everest; antes la amó en Corfu. De pronto se dió cuenta de la confusión. Todas eran ella, niñas púberes, adolescentes-semidesnudas caminaban en fila india, ofreciéndose al respetable, en una pantalla enfrente se reflejaba como en el Cesar’s. Quiso destruirlo todo, le pareció indigno el menú del día y gritó desaforado. Ya era tarde, ningún gabacho alucinado va romper las reglas aquí; ¡ah qué caray! Esta es la tierra de los machos.



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Arturo Martinez Caceres

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