Votar es hoy apostar todo en seco.
Atrás quedaron los mítines de acarreados en camiones de redilas con torta, Boing y sobreros de paja de por medio. El pantalón de manta y los huaraches también dejaron de ser mayoría en aquellas concentraciones. Hubo un tiempo en que privaron los pantalones de mezclilla, la gorra regalada y las camisetas de rigor.
Hoy todo eso se ha ido.
Aquellas muchedumbres tenían, al menos, un dejo de algarabía, de convivencia, de relajo. Al margen de la manipulación y el acarreo propio del rebaño, las viejas campañas eran alegres y compartidas. Desde días antes la gente se preparaba para la aventura, el viaje mismo era una experiencia compartida y la gente se distraía saliendo de su terruño para acudir a la cabecera municipal o a la gran ciudad, lo que hacía de la experiencia algo distinto y, en algunos casos, hasta una distinción.
No añoro aquellos tiempos, tampoco los idealizo románticamente. El acarreado, por más entretenido que haya sido, no dejaba de ser un elector manipulado y comprado, no un ciudadano en un ejercicio maduro de su decisión.
Pero sí echo de menos la algarabía y la fiesta de aquellos tiempos.
Hoy las campañas son principalmente por redes y la convivencia y comunidad son asiladas y mediadas por la tecnología. Hacemos comunidad sin contacto personal, sin verdadera convivencia, sin una vivencia común. Si nuestra comunidad es virtual, ¿cómo será nuestra ciudadanía?
Los candidatos han sido capturados por la tiranía del espectáculo: bailan, cantan, se indignan hasta la ignominia con tal de llamar la atención, aunque en ello les valla la vergüenza de por medio.
Y qué decir del discurso político. Ya ni siquiera a placero llega. Hoy el primer requisito del discurso de campaña es negarse a razonar, no hilar una idea con otra, no convencer, no discursar. ¡Bueno, ni siquiera plantear problema y solución!
Poco falta para que veamos a un candidato mandándonos sus saludos desde el escusado.
El discurso, la razón y racionamiento son cosas del pasado junto con los huaraches y los sombreros de palma en los mítines de antaño. Hoy lo que juega es atizar la caldera de las emociones. Pero no las más excelsas y humanas, sino las más bajunas y bestiales: odio, rencor, resentimiento, miedo, envidia, coraje.
En las campañas de hoy la fiesta ha sido substituida por el aislamiento, la soledad, la comunicación que aturde, enajena y polariza. La algarabía de antaño se ha convertido en hiel, distanciamiento y hasta guerra.
La violencia no solo es verbal. Sangre y guadaña marcan los comicios del 2021 y, tememos, que el postelectoral pueda ser más mortuorio de lo que han sido las campañas.
El luto esparce su manto sobre México y lo electoral. Nadie recordará alegría, aventura, cofradía y esperanza de estas elecciones. Su impronta e historia serán de desencuentro, legalidad bajo asecho, miedo, violencia e impotencia.
A poco más de una semana para las elecciones, México se encamina a ellas con temor en el alma y desasosiego en el aliento. Hay plomo en nuestros pasos, terror en nuestros ojos, aprensión al futuro.
Caminamos dubitativos a una fecha tras la que difícilmente podemos ver su desenlace e imaginar su futuro.
Sin duda, algo cambió.
Votar, quizás por primera vez, desde las juventudes de los padres de los que llaman hoy adultos mayores, sea hoy apostar todo en seco a un futuro sin retorno.
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