Y por respuesta un ronquido
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Aún flameaban los cuerpos en llamas cuando el mundo entero condenó el bombardeo.
Morían aquel 26 de abril de 1937 en que la Legión Cóndor, bajo el mando del coronel nazi Wolfram von Richthofen y la anuencia de Franco y Mola, bombardeó Guernica hasta su destrucción en prueba de la efectividad de las nuevas bombas incendiarias alemanas.
Más de dos mil civiles, mujeres y niños, en su gran mayoría, ardieron vivos.
Aquél era día de mercado y de toda la comarca la gente se había acercado a la pequeña ciudad vasca.
Richthofen había probado en carne ajena las bombas incendiarias 250 kas y Franco golpeado un símbolo emblemático de la nación vasca.
Pero ninguno midió las consecuencias. El mundo se les vino encima.
—¡Ahora sí —dijo uno de los generales al entrar a la oficina de Franco— que nadie podrá negar que hemos metido la pata!
Todo en ella era confusión y gritos.
Sonó el teléfono, un ayudante del Generalísimo contestó. Todos guardaron silencio.
—Es Bolín —explicó a Franco— que qué decimos a la prensa sobre Guernica.
Franco no dudo un instante y contestó como quien contesta qué hora es.
—Que se niegue todo.
En el silencio, los ojos de sorpresa, espanto y agobio de los presentes gritaban más que las bombas de Richthofen.
Orgaz no pudo más:
—Mañana los periódicos del mundo dirán que somos unos asesinos.
Franco, como siempre que se quería desentender de sus actos, simplemente no se dio por enterado.
Pero una cosa era mentirle al mundo y muy otra mentirle a Doña Carmen, quien no necesitaba enojo alguno para tener cara de pocos amigos, le vino de nacimiento. Pero ahora, que el mismísimo Vaticano había condenado el bombardeo en Guernica, la cosa para el Caudillo no pintaba bien.
—No me vengas a mí con que el alemanito ese se manda solo, ¡Paco!
—Carmencita —hizo el intento Franco— ¡ya sabes cómo son los alemanes!
—Alemanes, ¡paparruchas, Pacorro! Que has metido la pata hasta el cogote, y ahora a ver ahora cómo te las arreglas para sacarnos limpios de esto.
Lo que Franco hace no es guerra, es ¡liberación!
La respuesta fue que Guernica había sido incendiada por sus propios habitantes para evitar que cayera en las manos victoriosas de las fuerzas franquistas, tal y como había sido, meses antes, con la destrucción de Durango.
En eso estaban cuando el general Mola declaró a un periodista norteamericano que había que eliminar físicamente a todo el proletariado español.
—Esas cosas se hacen, ¡joder!, pero no se dicen —gritó Franco— ¡Y menos a un gilipollas extranjero, ¡Hostias!
En el fondo Franco no tenía problema alguno con exterminar proletarios, vascos y catalanes; pero sí con decirlo.
Ese es el problema, generalísimo, qué decimos sobre las declaraciones de Mola.
—Digan que el generalísimo Franco no hace la guerra contra el pueblo. Lo que Franco hace no es guerra, es ¡liberación!
Guardó silencio saboreando la frase. Echó el respaldo para atrás y se sobó la barriga en aprobación.
—Diremos —continuó— que toda liberación toma tiempo y más cuando se hace sin dañar ciudades y sin afectar al pueblo. Por eso no destruimos fábricas ni industrias, así sean vascas o catalanas.
Paró un momento y continuó.
—No, no mencionemos nada de que sean vascas y catalanes. Digamos mejor que Franco sufre cuando, para redimir a España, tiene que bombardear ciudades, pero es el sacrificio que le exige la patria en el cumplimiento de un difícil deber.
El secretario anotaba con ojos de desorbitados. Al verlo Franco le dijo:
—¡Ya sé, ya sé!; nadie nos lo va a creer. Pero lo importante es que lo creamos nosotros.
Guernica y las declaraciones sobre el proletariado de Mola no remitían, cuando aquel volvió a meter la pata o abrir la boca, que, a diferencia de los ejércitos bajo su mando, sí se coordinaban perfectamente: "si es necesario, reduciré a cenizas Bilbao o toda ciudad o pueblo que no se rinda a las condiciones de mis tropas."
Franco perdió sus cortos estribos y ordenó a Mola no hacer más declaraciones.
—Pero, ¿no quería usted socavar la moral de esta gentuza? —le reclamó Mola.
—Sí, pero…
Y antes de que Franco pudiera continuar, del otro lado del auricular se escuchó:
—Yo sé lo que hago —y colgó el teléfono.
La verdad es que Mola nunca se llevó bien con Franco y siempre se sintió con luz propia. Pero aquello era peor que traición y calentaba más que las bombas de Richthofen.
Meses después, Franco era interrumpido en una reunión con sus generales.
—Generalisismo —le dijo el ayudante militar tras cuadrase en saludo militar— ¡Molas se ha estrellado!
Franco no se inmutó.
—Volaba en un avión con distintivos británicos y, creemos que uno de nuestros cazas lo ha abatido.
—¿Y por qué cojones volaba Mola en un avión inglés? —preguntó Franco.
—Parece que se lo había requisado a un piloto republicano que aterrizó en Pamplona.
—¿Estás seguro que Mola ha muerto?
—Por desgracia, sí.
—¿Dónde?
—Cerca de Burgos.
Tras de ello, Franco continuó la reunión como si nada hubiese pasado.
Al salir del salón el ayudante pensó para sus adentros: "O este tipo es frío como un pescado de agua profunda, o ya sabía de la muerte de Mola."
Esa noche Doña Carmen lo recibió en camisón:
—Paco… ya podrás dormir tranquilo. No queda obstáculo alguno en tu camino.
Ya ambos en la cama y con gorro de dormir, Carmen le propuso:
—¿Quieres Pacorro que recemos un rosario por el descanso eterno de Emilio?
Por respuesta obtuvo un ronquido.
Basado en El Sable del Caudillo de José Luis de Villalonga, Editorial Plaza Janes (1999).
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