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Entre la memoria y la historia

Entre la memoria y la historia

Foto Copyright: FaceBook Osiris Cantú

En recuerdo a Moreno Wonche

Con motivo del 50 aniversario del movimiento estudiantil de 1968, Raúl Moreno Wonche dedicó su reflexión a Marcelino Perelló.

Por más de 2 motivos su lectura es indispensable para quien quiera ir más allá de la nota necrológica y la fácil especulación.

Entre la memoria y la historia
Raúl Moreno Wonchee

A Marcelino Perelló Valls



¿ Es histórico el 68? O más precisamente ¿el movimiento estudiantil mexicano de 1968 es histórico? No sólo en el sentido de que la historia lo registre como un acontecimiento de gran relevancia, lo que es evidente y está fuera de duda, sino de la influencia que ha tenido en el destino nacional. Cincuenta años después la pregunta no ha sido cabalmente respondida porque no ha sido suficientemente discutida. Y no porque el 68 no haya ocupado grandes espacios y tiempos en los medios de todo tipo donde ha sido objeto de las más diversas consideraciones, sino porque las diferentes interpretaciones, las crónicas y narraciones, los enconados debates y las apasionadas discusiones, los dimes y los diretes, el imaginativo y aún fantasioso anecdotario no han sido suficientes para terminar de discernir al menos dos dilemas clave: primero, si tuvo raíces en la historia o se trató se una algarada como lo calificó la versión oficial de entonces. Y segundo: si trascendió su circunstancia o solamente reflejó su tiempo. Lo que sigue pretende, si acaso, hacer algunas insinuaciones, nada más.

No hay quien desmienta que el 68 es un movimiento estudiantil memorable. Es decir, el 68 habita en la memoria de las generaciones que en distintas circunstancias lo vivieron o lo vieron de cerca. Pero la memoria es a menudo flaca y se nutre de materiales lábiles que suelen ser manipulados por poderosos instrumentos casi siempre al alcance de intereses dominantes con los que pueden influir en las emociones y los sentimientos que desde entonces hasta ahora y a lo largo de medio siglo produjeron los éxitos y los fracasos, la vida con sus contrastes, de aquellos que encontraron motivos de sobra para apasionarse con lo ocurrido en las calles, plazas y espacios escolares de esta Capital y de cuatro o cinco ciudades más de la República Mexicana, en aquellos vertiginosos ciento y tantos días –descontando el receso olímpico— transcurridos entre finales de julio y principios de diciembre de 1968.

Pero ya no fue precisamente en la memoria donde las siguientes generaciones han guardado al movimiento del 68. En los años que siguieron, los desmemoriados buscaron imponer versiones interesadas en las que el movimiento dejaba el paso a la represión gubernamental que se fue convirtiendo en el actor principal de los trágicos acontecimientos. Ciertamente fue la represión de los últimos días de julio de donde brotó la chispa que incendió la pradera aunque no se haya comprobado ninguna de las muertes que fueron reclamadas al gobierno por el Consejo Nacional de Huelga. Y la represión de octubre la que cortó brutalmente las alas al movimiento aunque las cifras de la matanza sean notoriamente inconsistentes. Represiones profundamente injustas que para aplicarles la condena histórica que merecen deben esclarecerse al margen del maniqueísmo que las ha presentado como pruebas irrefutables de la maldad congénita del gobierno, un criterio muy a modo del discurso de la derecha clerical, del injerencismo gringo y de una izquierda extremista que entonces proclamó el colapso de la democracia y postuló la lucha armada como la vía más probable para nuestro país de la revolución democrática y socialista.

Si la represión suprimió vidas, cumplió sobre todo una función también criminal, generalizada y de acción prolongada: trastornó la vida nacional, enturbió conciencias y desplazó al movimiento usurpándole su centralidad, robándole su protagonismo. El culto al 2 de octubre le dio a la represión el papel estelar para enviar a la sociedad entera, especialmente a los jóvenes, un mensaje atroz, de muerte y derrota, de rabia e impotencia que cubriera de oprobio todo lo que pudiera representar la esperanza y la alegría con las que los jóvenes deben asumir la lucha por la democracia, la justicia y la libertad. >¡2 de octubre no se olvida! Ha sido la fórmula secreta para que el manto del olvido caiga sobre el movimiento y un luto artificioso eclipse la gloriosa rebelión juvenil.

Y si a nuestro 68 nada humano le fue ajeno, la memoria, entonces, no alcanza para abarcar su dimensión histórica. Hace falta precisamente la Historia y sus disciplinas para encontrar sus orígenes y sus causas, sus vínculos profundos con los sentimientos nacionales, su sentido progresista, su impacto en la cultura, su humanismo solidario con las luchas de los pueblos, su antiimperialismo esencial. Movimiento estudiantil, ni más ni menos, con lo que esto supone de desinterés y generosidad.

Movimiento libérrimo cuya justificación no fue otra que el movimiento mismo. Por eso fue irreductible a los intentos de conducirlo a una negociación política pero su rebeldía irredenta le permitió propiciar –y hasta obligar, podría decirse—a iniciar un cambio político con la liberación de quienes sufrían prisión política por su participación en el movimiento.

Ese cambio le permitió a México esquivar el golpismo que en aquellos años se aposentó en Nuestra América imponiendo cruentas dictaduras militares que llevaron a un gran número de dirigentes y militantes políticos, líderes y activistas sociales, académicos y estudiantes de Chile, Uruguay y Argentina, a buscar refugio, a exiliarse en México para salvar la libertad, cuando no su propia existencia. Y encontrar formas de vida que les permitieron continuar sus luchas y retribuir a México, como durante más de tres décadas lo habían hecho los exiliados españoles, la inmensa solidaridad recibida.

Desde luego, nuestro 68 reflejó su tiempo. Los estudiantes mexicanos junto a los de Estados Unidos, Francia, Alemania Federal, España, Italia, Japón, Argentina, Uruguay, Chile, y otros países, entonaron un poderoso coro en contra de la guerra –la de Vietnam fue la más emblemática− y en favor de la paz, causa mayor de la humanidad en la que se alineaban la solidaridad con Cuba y con los pueblos en lucha por su liberación y el apoyo al movimiento negro de Norteamérica. En grandes retratos, Ho Chi-minh, el Ché Guevara y Martin Luther King asistieron como invitados de honor de los estudiantes mexicanos a las manifestaciones por el Paseo de la Reforma, a los mítines en el Zócalo y a las asambleas en los auditorios de las escuelas y facultades de sus universidades y de otros institutos de educación media y superior. Este rasgo internacionalista de los movimientos estudiantiles de los sesenta y en particular del mexicano, fue revelador de su alto sentido humanista y de su carácter avanzado.

En estas líneas que buscan destacar algunos rasgos cualitativos del movimiento, su cercanía con los Juegos de la XIX Olimpiada merece por ahora al menos un comentario. La consecución de la sede de los Juegos Olímpicos fue un gran triunfo de México y del Tercer Mundo. Debieron pasar 48 años para que otro país latinoamericano obtuviera la sede. México contó con los votos de los países africanos recién liberados del colonialismo y de los países socialistas. El golpe a la soberbia imperialista y eurocentrista no fue menor y la venganza no tardó en hacerse sentir. En abierta violación de los acuerdos de las Naciones Unidas y del propio Comité Olímpico Internacional, las mafias que dirigían el olimpismo en Estados Unidos y los grandes países europeos se empeñaron con toda su fuerza, que no era poca, en que Sudáfrica, entonces excluida por ejercer el apartheid, asistiera a los Juegos a celebrarse en México. De cumplirse semejante imposición, era previsible que los países africanos y los países socialistas se retiraran de los Juegos, lo que hubiera equivalido a cancelarlos. El prestigio internacional de México y la habilidad diplomática de su gobierno echaron abajo el complot y los Juegos, con el mayor número de países participantes y con la innovación mexicana de la Olimpiada Cultural, serían los más brillantes celebrados hasta entonces y quizá los últimos en que aún prevaleció el espíritu olímpico antes de que el comercialismo terminara de anularlo.

La magnitud del movimiento causó preocupación en altos círculos del gobierno y la cercanía de los Juegos fue uno de los pretextos de la represión, no obstante que el Consejo Nacional de Huelga siempre expresó su respeto al compromiso olímpico de México, lo que fue ampliamente reconocido por don Pedro Ramírez Vázquez, presidente del Comité Organizador de los Juegos. Lo cierto es que los Juegos, cuya inauguración se efectuó a sólo 10 días de la violenta represión en Tlatelolco, se celebraron sin contratiempos, lo que evidenció que en el movimiento no había intenciones de boicotearlos, ni siquiera de utilizarlos como ámbito propagandístico no obstante que su escenario principal era el Estadio Olímpico ubicado en la Ciudad Universitaria, epicentro del movimiento.

El apego que siempre tuvo a la legalidad, su rechazo a la violencia y su respeto a la Constitución en la que invariablemente buscó sustentar sus actos y declaraciones, definen con toda claridad del carácter pacífico del movimiento que le dio vigencia y proyección a la lucha estudiantil. Sus dos principales demandas: libertad a los presos políticos y derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal, recogieron el legado de 20 años de luchas en defensa de la democracia desde que el alemanismo recurrió a la represión para impedirle al pueblo el ejercicio de sus derechos y libertades. Y para que no quedara duda de la trascendencia del movimiento, casi una década después del big bang tuvo lugar en nuestro país una reforma política que amplió la democracia y abrió paso a ulteriores cambios y transformaciones en la vida pública mexicana. Reconocida ampliamente como uno de los efectos de mediano plazo más importantes del movimiento, la reforma conjuró los riesgos de violencia política, favoreció el pluralismo y al fortalecer el régimen de partidos, amplió el campo de la lucha electoral.

Pero basta de hablar de memoria y de memorias. Los testimonios tienen su lugar y habrán de ser tratados y cultivados con esmero. Este jubileo del medio siglo debe, a mi juicio, dar paso a la Historia para recuperar sin derroche alguno la enorme riqueza política, social, artística, cultural, de los meses en que los estudiantes tomaron las calles y mucho más. Que la luz de esa epopeya de la juventud insumisa permita la revisión multifacética de la década entera, esa década larga que llamamos los sesenta y que como propuso Marcelino Perelló va del triunfo de la Revolución Cubana a la caída de Salvador Allende.



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Osiris Cantú Ramírez

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