PARRESHÍA

Verdad o perecer

Verdad o perecer

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Parreshía.

Lo hemos escrito muchas veces: la primera obligación del gobernante es para con la verdad. Si quien gobierna no tiene un firme compromiso con la verdad, no únicamente miente al pueblo, sino que empieza por mentirse a sí mismo.

La verdad empieza en uno y para consigo.

Quien se traiciona con la mentira, por qué no habría de traicionar a los demás.

La primer traición a la verdad es la de aquel que ignorando las cosas cree saberlas, de lo que se sigue que al mentirse con sus tinieblas se cierra a despejarlas con el conocimiento ajeno, al que, por otro lado, pretende imponer su inopia o bien quemar en leña verde por disentir de ella.

La segunda —y aún más nefanda— traición a la verdad es la de aquel que sabiendo las cosas las niega, trastoca o esconde a sí mismo y a los demás. Aquí no hay ignorancia y soberbia, sino villanía.

La tercer traición a la verdad es la del hombre de poder que lo usa para mentir, no para gobernar; o —la peor traición posible— para mentir que gobierna.

Quien por el ejercicio de una función pública o por una representación política miente, goza de gran ascendencia por su posición de poder, por la cobertura que alcanzan sus mentiras y por la traición a la información que le acercan los instrumentos propios del poder.

Usar la ascendencia del poder para mentir es traicionar el reconocimiento público que deviene de su cargo y función.

No deja de ser esto curioso en términos de la actual democracia del espectáculo: los candidatos y partidos, para ganar, tienen que triunfar en un océano de mentiras, de suerte que siempre gana el que mejor y más miente. Pero ya en el poder le exigimos se comporte con verdad. ¿Cómo hacerlo si por origen es producto de la mentira?

Compramos mentiras en campaña y las pagamos hechas gobierno.

No obstante esta deformación —propia de una vida mediatizada—, quien gobierna está obligado a la verdad. Una verdad, además, que debe ser expresada con claridad, transparencia y exactitud: logos, dirían los clásicos.

En consecuencia, quien gobierna debe arrostrar las consecuencias de la verdad, tarde o temprano. Y aquí se presenta otro gran problema de la democracia mediática: decir la verdad cuesta y no hay político en el poder que no lo utilice para conservarlo, acrecentarlo y perpetuarlo; negándose a pagar los costos de la verdad y prefiriendo correr los riesgo de la mentira.

Isócrates lo percibió con claridad en dos vertientes, la primera la del pueblo: "siempre habéis acostumbrado expulsar a los oradores que no hablan de conformidad con vuestros deseos", decía a la asamblea ciudadana de Atenas.

Pero no sólo a las asambleas les gusta que les endulcen el oído. La segunda vertiente es la del autócrata. Con un agravante, la asamblea es pluralidad entre iguales, mientras que el autócrata es soledad en la cúspide y, por ende, le resulta aún más difícil escuchar, incluso, el canto de sus abyectos.

Por eso Isócrates encontraba más peligrosa a la asamblea que prodiga reconocimiento "a quienes escenifican frente a los griegos las faltas del Estado (…) que no acordáis siquiera a quien os procura el bien, y que frente a quienes os amonestan y reprenden, mostráis un humor tan malo como ante las personas que cometen algún perjuicio contra el Estado".

Y es que desde la antigua Grecia pululaban los performistas políticos y sus espectáculos distractores y malabares circenses.

"Habéis logrado que los oradores profesionales se afanen y consagren su destreza, no a lo que ha de ser útil al estado, sino al medio de pronunciar discursos que sean de vuestro gusto", acusaba Isócrates.

"Adulación" le llamó Foucault: "tomar lo que el oyente ya piensa, formularlo por cuenta de uno mismo como discurso propio y devolverlo al oyente, que queda con ello tanto más fácilmente convencido y seducido cuanto que se trata de lo que él dice".

La adulación, pues, no es únicamente una alusión laudatoria y directa al ego del oyente, sino también a sus pareceres, entendiendo por ellos gustos y disgustos, miedos y rencores, resentimientos y fantasmas, apetitos y empalagos.

Platón en La República desarrolla esto último al describir el método del sofista, que observa al Plethos, la masa polimorfa, indiferenciada y maleable, como quien estudia "los movimientos instintivos y los apetitos de un animal grande y robusto, y después de haber estudiado el mejor modo de acercársele y tocarlo, en qué ocasiones y por qué causas es feroz o apacible, con qué diferentes rugidos acostumbra hacerse entender y cuales son las voces que lo amansan o lo irritan, después de haber estudiado todo esto, digo, a fuerza de experiencia y tiempo, lo tuviera por ciencia", para luego aprovecharla explotando sus iras, miedos y apetitos, lo más irracional de su ser; hablarle en su lengua, hacerse su eco para endulzar sus oídos y hacer de su entendimiento rehén.

El sofista, según Platón, una vez "encaramado en la tribuna, dice y hace lo primero que se le pasa por la cabeza. Un día envidia a los hombres guerreros, y se hace guerrero; otro día, a los hombres de negocios, y se lanza al comercio. En una palabra, no conoce ni orden ni límite". Y quien ejerce el poder sin límites, dice Polineces, es un loco.

Pues bien, hoy escucho la publicidad machacona y discurso cansino de comisiones variopintas de la verdad, de una historia reescrita a capricho e hígado, de una Comisión Nacional de Derechos Humanos más desaparecida que Lozoya, de una reforma eléctrica que no se apiada de la realidad ni de la inteligencia de los mexicanos; de un bienestar que no es bien ni está, de un entendimiento bicentenario más cosmético que discernimiento y duradero; de un aparato de poder que se agota en el espejo y en su redundancia. En fin, de un poder que avasalla con la palabra y con la mentira, y que hace de ésta su única obra de transformación e historia.

Pero si el gobernante se niega a la verdad, los ciudadanos no podemos hacerlo y menos caer en sus tentáculos.

El compromiso con la verdad debe ser de nosotros o perecer.


PS.- Parreshía no es otra cosa que el compromiso con la verdad.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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