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Premoniciones

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Olvido.

Francisco murió, como nunca quiso morir. ¡Como nadie debe morir!

Nunca creyó en la medicina alópata ni en los doctores, siempre temió lo tuvieran drogado con medicamentos o, peor aún, inconsciente y conectado a aparatos. Tampoco creyó en el COVID-19 y, como nunca recuperó la conciencia, se fue convencido y derrotado.

Aquel sábado llegó de ver a un ayurveda de su confianza porque, dijo, no se sentía bien y al nadar en el gimnasio “no jalaba suficiente aire”, pero nos comentó que el médico lo había encontrado bien y recetado dieta, minerales y tés. Ese día me contagió de COVID.

Gracias a eso supimos que él lo tenía, pero fue demasiado tarde. Los días críticos se automedicó jugos, minerales, tés, meditaciones y mantras. Cuando lo encontraron mis hermanas —yo ya estaba confinado— su estado era muy grave.

Entró de emergencia al hospital prácticamente inconsciente, jamás lo volvimos a ver, nadie lo despidió ni acompañó en su postrer adiós. Tampoco estamos ciertos si le hicieron todo los tratamientos y cuidados que nos dijeron, pero no tenemos elementos para dudarlo. Ni forma de saberlo. El tratamiento, por lo contagioso del virus, es en la más solitaria de las soledades.

En el trance, un médico se apareció con más emergencia que Francisco y nos vendió una “medida heroica”. Su insistencia, inasible explicación y “heroísmo profesional” disparó nuestras alarmas y tras negarnos a la heroicidad con la vida de Francisco, desapareció tan como llegó: de emergencia.

Fueron tres semanas en coma inducido conectado a maquinas que engañaban a la vida y a la muerte.

Su circunstancia me recordó al poeta y exsecretario de Educación Pública —¡Ah, qué tiempos aquellos en la cultura en México!—, Jaime Torres Bodet, quien tras diez años de un terrible cáncer se quitó la vida dejando una nota que rezaba: “He llegado a un instante en que no puedo a fuerza de enfermedades, seguir fingiendo que vivo; a esperar, día a día, la muerte”.

A Francisco, hasta fingir la vida o renunciar a ella por propia voluntad se le negó. Sólo soledad de su lado; sólo incertidumbre y angustia del otro. Entre ambos extremos máquinas y hospitales cobrando.

Cuando finalmente los hermanos determinamos sacarlo del hospital para llevarlo a bien morir a la casa paterna, el hospital nos avisó que Francisco fallecía.

Lo demás fue un sordo e impersonal trámite burocrático. La Tercera Ola nos impidió verlo muerto y velarlo.

Su historia se repite por cientos de miles de casos, muchos aún más dolorosos y miserables.

Pero la muerte de Francisco Javier me cayó como lápida cuando en la casa de mi hermana vi su foto en el altar de muertos, junto con las de nuestros padres y abuelos. El golpe de estar donde no debiera estar, aunque todos estaremos tarde que temprano allí, me socavó la entereza.

La memoria es el anti—tiempo y —por qué no— la anti—tumba, porque nos trae a tiempo presente a nuestros seres queridos fallecidos; los salva del olvido propio del trajín nuestro de cada día. Pero es una memoria cruel y despiadada porque al hacerlos presentes nos hace por igual patente su ausencia y, peor aún, su partida.

Cuando al recuerdo se le llama llega bajo aviso y espera; pero cuando la memoria asalta cual ladrón en el camino —en las sombras y alevosamente—, espanta, duele y remuerde nuestro olvido.

Francisco murió solo, inconsciente por medicamentos y sometido a unos aparatos que a ciencia cierta no sé si lo hacían vivir o no lo dejaban morir.

Murió como nunca quiso morir.

Ello nos pesa a los hermanos más como su partida.

Quizás, en sus meditaciones y un poco de locuacidad —propia de la familia— él siempre presintió que así sería su muerte y por ello evitaba cualquier medicamento y médico que quisiera atemperar su permanente vigilia. Pero no fue la medicina sino el virus —en el que nunca creyó— quien lo atrapó indefenso en la peor de sus premoniciones. Y nosotros, los hermanos, queriéndolo salvar, tal vez, lo condenamos a su despavorida aprensión.

¡Qué Dios nos perdone!

El día de muertos me lo recuerda con su risa atronadora, su mal genio, su fuerza indómita, su orden obsesivo, su entrega a otros, su inocencia amurallada, su religiosidad a prueba de religiones, sus cuidados incansables a papá y mamá.

¡Descansa en paz Francisco!

Acá guardamos del olvido tu memoria y ausencia.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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