Carmelitas
Doña Carmela es una señora de escasas luces y sobradas carnes. Madre y abuela de familia numerosa, esposa de un hombre bueno a secas, sin ningún otro atributo salvo el de su cercanía con la mudez que, más que atributo, bien pudiéramos llamar imposición circunstancial.
Carmela sufre de incontinencia mandibular: cuando no habla come. De ser necesario acciona en simultaneo.
Su necesidad de parlar la llevó a abordar con temeridad colombina cualquier tema; arrojo que por más absurdo que parezca le granjeó en el barrio un sitial cercano al de gurú.
Sólo el Padre Camilo, éste sí, escaso en luces y en carnes, era más consultado y creído que Carmela en el vecindario. El pobre apenas podía con sus demonios y debilidades, pero la ornamenta se le imponía sobre sus insuficiencias y tenía que representar que oficiaba entre psicoanalista, consejero matrimonial y asesor familiar. Ni modo, es algo que va con la impostura y el hábito: nunca aceptar que se es y está peor que los que acuden por orientación.
Más volvamos a Doña Carmela. No importaba el tema ni su densidad, Carmelita pontificaba de política o de física quántica cual Premio Nobel. La economía, las entretelas del espectáculo, la vida y sabiduría de su santidad el Papa, todas las corruptelas de todos lo políticos, los pactos entre el poder y los cárteles, los pormenores de todas las fortunas, los detalles de todos los escándalos, la pimienta de todas la infidelidades, la cura de todos los males, el final por adelantado de todas las telenovelas y el rosario de problemas nacionales eran territorio Carmela.
La gente le consultaba y le creía. Cuando era momento de poner fin a una discusión bastaba con decir: "Carmelita la del 8 lo dice y San Seacabo."
Lo cierto es que Doña Carmela no conocía la o por lo redondo; pero eso no importaba a sus ofuscadas audiencias; a éstas nunca importó la verdad. Carmela instintivamente les decía lo que querían escuchar y tenía la habilidad para moldear sus pareceres del blanco al negro según su interlocutor y circunstancias.
En el fondo, no es que Doña Carmela supiera de lo que hablaba ni que ello importase a sus audiencias; decía lo que sus contrapartes querían escuchar y con eso las satisfacía y confirmaba en su parecer. Reconozcamos: las más de las veces no buscamos la verdad, sino quien nos confirme en nuestras necedades.
La buena Carmela, por otra parte, sabía que su ignorancia no corría peligro. Los que llegaban a discutir con ella con conocimiento de causa les bastaba una vez para jamás volver a cruzar más que saludos con ella, cuando mucho; así que nunca antes vio amenazados sus ámbitos de comodidad y de audiencias.
Así estaban las cosas, Carmela, como cantaba el Divo de Juárez, era muy feliz y vivía muy bien… hasta la llegada del Face y del Twitter.
Desde entonces cualquier persona con un Smartphone o una tablet es una Doña Carmela en potencia y potencializada.
El carmelismo se viralizó hasta constituir pandemia.
La otrora sabiduría de Doña Carmela, sus insondables conocimientos e inmarcesibles criterios se democratizaron hasta pulverizarse en miríadas de carmelitas en las redes sociales. Hoy en el mundo, y en especial México, prolifera un carmelismo desbocado, obsequiando a diestra y siniestra, cual maná del cielo, su sinsaber, sus humores y, por sobre todo, sus histerias.
Confundimos conexión con comunicación. Nunca antes estuvimos más conectados y jamás hemos sufrido mayor incomunicación. La conexión en redes, paradójicamente, incomunica, mal informa y aliena.
En el universo de la conexión, ejércitos de carmelitas guerrean reenviando sin cuartel cuanta información llega a sus teléfonos o tablets, o bien que encuentran en su búsqueda desesperada y entrópica por salvar al mundo, a la humanidad y al universo todo al conjuro del teclado de sus dispositivos.
Para los carmelitas textear es vivir. El control del mundo y de sus vidas radica en obturar el send y así ser y estar en las redes.
Porque hoy ya no se es en sí; se es a través de las redes.
El dudo luego existo de Descartes es hoy texteo, luego existo.
Antes, mucho tiempo ha, se tenía que estudiar durante largos años para opinar medianamente sobre algún tema. Hoy el título lo da tener una cuenta en las redes sociales. Quienes están fuera de la jugada son los que no se suman a la cacofonía de mensajes; aunque nadie entienda nada de ellos, ni le importe no entender.
Si no importa conocer del tema, menos interesa su veracidad. La verdad ya no es un valor, ni tiene que ver con la ontología. La verdad es lo que se publica y reenvía. No importa su concordancia con nada; lo que cuenta es circular. La verdad es concepto del pasado, hoy priva la "postverdad", tergiversación de responsabilidades, que permite decir y replicar cualquier barbaridad sin cargo, vergüenza ni consecuencia. Con ello no sólo se rompen los principios de la deliberación: verdad y congruencia; sino de la misma convivencia, al hacer de la irresponsabilidad y el cinismo valores aéticos.
Ya no hablemos de la autoridad de la fuente generadora del mensaje. Antes, al menos se conocía a Doña Carmela y al Padre Camilo. Sin importar la consistencia de sus conocimientos, quienes confiaban en ellos les creían, cosa que no sucedía con cualquier otra persona y más si les era desconocida. Eso también acabó, basta que algo esté en las redes para que nadie cuestione el valor moral, consistencia e identidad de su fuente.
Y si verdad y autoría son prescindibles, cuantimás motivos y propósitos. Partimos del axioma que todo lo que se publica en redes es incoloro, insaboro, inodoro y seráfico, sin caer en cuenta que no existe mensaje sin propósito, las más de las veces oculto al receptor. Doña Carmela hablaba para afirmarse en este mundo y sentirse viva, el Padre Camilo por la impostura de su habito; pero los carmelitas en las redes, tan proclives a jugar con nuestros jugos gástricos, pánicos postmodernos e hipocondrías mediáticas, lo hacen con designios las más de las veces aviesos.
Antes se platicaba entre sí, los seguidores de Doña Carmela tenían que reunirse con ella para conocer su parecer; hoy la gente habla en realidad con aparatos. A veces en una misma mesa las personas platican por chat; en otras, sin saberlo, se comunican con, y son manipulados por, troles que modulan (eufemismo a cargo del Big Brother) la conversación pública. El lenguaje corporal, la mirada, la entonación y pausado de lo que se dice, la expresión y acentuación facial son cosas de la historia. Repito, nunca hemos estado más conectados y menos comunicados. Incluso antes del lenguaje, los hombres de las cavernas tenían que interaccionar presencialmente con gestos o señas; hoy hablan los aparatos, nosotros somos simples instrumentos. La sociabilidad misma está amenazada por las redes.
Triste la postmodernidad que nos ha tocado vivir, atrapados en redes de redes de mensajes que sólo comunican desazón, desencuentro e incomunicación.
El libro fue en su momento el más grande de los inventos y sirvió para conservar y difundir masivamente los conocimientos que antes subsistían de boca en boca. Las redes, sin embargo, se perfilan como instrumentos de bestialización, no de superación. Sus bondades, que las tienen, las dejamos a un lado para extraviarnos en las peores de sus facetas, las del ruido, la conexión insubstancial y manipulada, la desinformación, la alienación.
A veces llego a envidiar a los ascetas.