Twittea que algo queda
El uso de campañas twitteras para denostar ha venido a substituir los mensajes cifrados en las columnas políticas, aunque no su inutilidad.
Su sola existencia delata más del emisor que del vilipendiado. De entrada evidencia una orquestación que por artificial deviene embustera y confiesa una desesperación culposa, guarecida en supuestas justas ciudadanas libradas en el campo de las redes sociales.
La mayor de sus evidencias es la ausencia de hechos y argumentos, como si la diatriba y su repetición fuesen suficientes para reemplazar verdad y raciocinio.
Un mismo emisor, embozado en una clandestinidad que se reviste de ciudadana y vengadora sociedad civil, sin que nadie sepa quién es, qué representa, quién lo eligió, a quién rinde cuentas y de quién cobra; pero que con una asiduidad solo equiparable a su estipendio escupe intermitentemente rosarios de twitters supuestamente alarmantes e incendiarios.
Le basta juntar algunos nombres y denunciar un supuesto ilícito perpetrado en contra de un también supuesto desvalido. De allí, con una inventiva propia de rocola, mezcla sujeto, verbo y predicado una y otra vez hasta agotar al receptor o concluir su contrato.
Nunca dice en qué consiste la asociación o complot de los mencionados, jamás explica el por qué de su connivencia, menos el para qué de la misma. No hace falta, lo que se busca es machacar sobre unos nombres y llevarlos a la oscura densidad del complot que por tenebrosa e ininteligible no admite prueba. Si se mencionan, es que son culpables, tal es la fuerza del argumento.
Acto seguido denuncia un ilícito; el que sea, da lo mismo. Al fin, no se tiene que probar nada, ni explicar el por qué de su dicho, ni aducir hechos. Basta denunciar una monstruosidad, aunque no aparezcan monstruo, anomalía y victimado. Nadie sabe de qué se trata, en qué consiste, cómo, dónde y cuándo se cometió la falta. Basta con señalar una y otra vez el estribillo. Aclarar las cosas demanda la existencia de las mismas y ésta su evidencia, y para ello no alcanza el contrato denostoso.
Finalmente, se señala al sujeto vejado, siempre desvalido, necesitado del brazo justiciero del vengador anónimo; incapaz de reaccionar por sí mismo y defenderse sin nanas y guajes; urgido del salvador incógnito y desinteresado, que, sin embargo, bien cobra a la mano que mece la cuna en fallida prestidigitación.
Este ruido logra engañar a ciertas franjas de la sociedad, pero adolece de tres elementos: transparencia, hechos y evidencias. Son castillos en el aíre, impostura, ruido.
Se autoengañan antes que engañar. Creen que influyen cuando solo hacen estática entrópica.
Estática, además, endogámica, porque emisores y patrocinadores terminan encerrados en un club de afines en un onanístico ejercicio de intercambiar encargos.
Pues bien, recientemente he sido objeto de una campaña twittera, sin que al ritual hayan cambiado un ápice: nombres asociados a discreción y sin razón ni argumento; denuncia del delito de extorsión, sin mención de circunstancias de tiempo, modo y lugar. Finalmente, el señalamiento de un núcleo agrario al que, además de considerar incapaz e impotente, lo ubican en una población, municipio y Estado diverso al de su asentamiento. Lapsus mentus que deja huellas propias de un dinosaurio.
Baste señalar que conozco al ejido aducido, que mantengo trato casi cotidiano con muchos de sus miembros y guardo para con él y sus integrantes el mayor de los respetos. Empezando por el de su capacidad de defenderse por sí mismos.
Para no pecar del mal del twittero enmascarado señalo que el ejido se llama El Costeño, que se encuentra ubicado en la Delegación Municipal de Jesús María en Ensenada, Baja California y que los ejidatarios que allí viven no necesitan defensores, pastores, ni dueños; se bastan para hacer valer sus derechos frente a cualquiera.