Sin enemigos no hallaba humor
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Anti. La lealtad le era todo, excepto la felicidad.
Los siervos le aburrían. Necesitaba de enemigos para hallar el buen humor.
¡Cómo reía de ellos!, ¡Cómo su mirada brillaba al solo mentarlos! ¡Degustaba cada puya en su honor, cada insulto y descalificación en su nombre, cada culpa inventada, cada batalla en sus delirios, cada herida reclamada!
Cuando terminaba de versar a sus enemigos acababa agotado, cual si hubiese luchado cuerpo a cuerpo los 10 años de la caída de Troya.
Pero ahí mismo se acababa todo.
Tras bambalinas, todo seguía igual: los problemas, los reclamos, la falta de recursos, las obras rebeldes a sus comandos y tiempos, el elefante blanco —le llamaba— que, como su esposa, a todo le ponía peros, exigía argumentos, presentaba opciones, alegaba problemas que en su mente jamás existieron al idearlas en un futuro inamovible. ¡Y las malditas medicinas que no aparecían por obra de magia! ¡Y la economía más rebelde que todos los gobernadores juntos! ¡Y los recursos que se achicaban a cada capricho! ¡Y los fideicomisos que se acabaron en un suspiro!
¡Ah, pero en la carpa de Palacio todo era exacto, dúctil y cómodo! El lenguaje colérico fluía cual cañería: “atrabiliario, verde y oscuro”; no requería razón ni causa para arrebatarse, todo era culpa de alguien; él siempre la víctima, siempre el verdugo, siempre la salvación.
Sin enemigos, o, mejor dicho, con los enemigos reales enfermaba, taciturno y agrio; triste y desolado. Callaba en un rencor morado, acedo y solitario.
Ya lo había dicho Jaspers —a quien jamás leyó ni leerá—: “Cuando se está insatisfecho de sí mismo, entonces otro debe tener la culpa. Cuando no sé es nada, sé es, por lo menos, anti”.
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