Poder y terror
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A Loret y tantos más
Poder y terror. — El poder tiene que manifestarse y —a veces— termina haciéndose espectáculo.
El delito, con independencia del daño a un particular, viola la ley y, algunos entienden, la voluntad del “soberano”. Soberano, digo, y no soberanía: soberano en tanto persona que ostenta el poder, aunque no necesariamente la autoridad.
Bajo esa premisa, dice Foucault, el soberano no interviene ya como arbitro o juez, sino como ofendido. El castigo deja de ser consecuencia de la justicia y se constituye en reparación del daño al príncipe. “Derecho de guerra”, le llama Foucault: “poder absoluto de vida y muerte": merum imperium, el imperio en estado puro para los romanos.
El poder se manifiesta entonces en un rito para reconstituir su soberanía ultrajada y restaurar su esplendor.
“La ejecución pública, por precipitada y cotidiana que sea, se inserta en toda una serie de grandes rituales del poder eclipsado y restaurado (…) por encima del crimen que ha menospreciado al soberano, despliega a los ojos de todos una fuerza invencible. Su objeto es menos restablecer un equilibrio que poner en juego, hasta su punto extremo, la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley y el soberano omnipotente que ejerce su fuerza. Si la reparación del daño privado, ocasionado por el delito, debe ser bien proporcionada, si la sentencia debe ser equitativa, la ejecución de la pena no se realiza para dar un espectáculo de mesura, sino del desequilibrio y del exceso; debe existir, en esa liturgia de la pena, una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca”.
Concluye Foucault, a quien citamos en el párrafo precedente: La política del terror es “hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano”. El suplicio, dice, no restablece la justicia, reactiva el poder.
Y ante un poder mermado y en franco declive, ya no es necesario el preámbulo del delito: el suplicio público se basta solo.
El poder se encierra en el terror hecho rito. Se hace ¡terror!
Nada aprendimos de Robespierre.
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