PARRESHÍA

La diferencia

La diferencia

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Quien se obstina en decretar no ser igual a nadie sin salir de su totalidad, encarcelado en la sencilla relación consigo mismo, no hace política, no comunica, no comienza nada nuevo, no concita y termina por agotarse en la soledad y la nada.

La política es el ámbito de lo intermedio, el espacio donde la diferencia se produce y expresa. Su intermediación exige de la pluralidad y el movimiento (acción). En la política el ser humano se abre al llamado de la desmesura del otro. La política contiene, abarca y supera a quienes en ella se concitan en deliberación y acción dialécticas.

Nuestro primer instinto busca instalarse fuera de la diferencia, como una totalidad que se surte y basta a sí misma. Fuera de nuestra totalidad todo es desconocido e inhóspito, pero, aún así, nos interpela e inquieta. La totalidad es estable dentro de sí, en tanto que la diferencia mueve a un afuera y el movimiento hacia la diferencia implica la muerte de esa totalidad, su hermetismo y seguridad. Heidegger dice que en ese impulso hacia afuera el hombre “pierde aquello que considera su verdad y vida (…) En esta muerte permanente (dialéctica) la conciencia sacrifica su muerte con el fin de ganar con este autosacrificio su resurrección a sí misma”, en una especie de perderse para recobrarse en “la conciencia de hacerse algo distinto”.

En ese exilio y distancia de sí mismo, el hombre se encuentra y centra en sí mismo, se articula al hacerse diferente, se expande al diferenciarse. Su desgarramiento es un despertar, un nuevo comienzo. En el parto de sí mismo nadie avanza sin dolor, todo crecimiento implica movimiento y dolor: “Hacer una experiencia con algo —sea una cosa, un ser humano, un dios— significa que algo nos acaece, nos alcanza; que se apodera de nosotros, que nos tumba y nos transforma”, dice Heidegger, en tanto que Hegel nos habla del “alma dialéctica” que se conserva en medio de la contradicción y el dolor, porque el espíritu “solo gana su verdad encontrándose a sí mismo en el desgarramiento absoluto”. El espíritu, sostiene, abandona la “relación sencilla consigo mismo” para comprenderse, enriquecerse y transformarse en el dolor y gozo de la diferencia.

En política los diferentes no permanecen indiferentemente unos con otros, porque, “llevados al colmo de la contradicción, contrapuestos activa y vivazmente unos con otros (mantienen) esa pulsión inherente al automovimiento y a la vitalidad (…) Lo distinto, lo negativo, la contradicción, la desavenencia, pertenecen por tanto a la naturaleza del espíritu”.

Solo confrontando el sí mismo con lo que es fuera de sí, escindiéndolo en el dolor de su desgarre, exiliándose de su totalidad y pobreza individual, puede el espíritu regresar a sí enriquecido y fortalecido en la diferencia.

La política no dispersa lo diferente, lo concita, lo enmarca, lo integra, lo comunica, lo mueve y trasciende a lo que es idéntico en lo diferente. Solo en la pluralidad y la diferencia es posible encontrar la identidad de lo contrario.

Finalmente, en el movimiento dialéctico y su contradicción inherente no hay desperdicio de energía, todo se conserva y enriquece.

Quien se obstina en decretar no ser igual a nadie sin salir de su totalidad, encarcelado en la sencilla relación consigo mismo, sin reunirse en la pluralidad como ámbito de la diferencia, bastándose y agotándose en su mismidad, no hace política, no comunica, no comienza nada nuevo, no concita y termina por agotarse en la soledad y la nada. Sin diferenciarse frente y entre los otros, muere lentamente de inanición y locura. No crece en la diferencia, se resta dentro de sí. Hoy los espíritus del aislamiento, soledad y locura de Versalles y Shönbrunn reposan en un Palacio Nacional amurallado entre candelabros, jarrones, miedo, autoexclusión y soberbia, desde donde hoy se dicta hasta la última coma haciendo de la deliberación política soliloquio delirante.

El Zócalo democrático es la plaza de una voz y un voto; la pluralidad deja así de ser espacio de la diferencia y de la identidad, la política ya no es palabra, sino ruido; tampoco es acción, es sólo apariencia y espectáculo; máscara y sombra: nada.

Por eso México, crisol de contradicciones, no puede temer a la diferencia; es ésta nuestra riqueza y debemos buscarla a la mitad del camino entre el sí mismo y el otro. Dejemos solo al autoexcluido y amurallado morir solo en su inanición e incomunicación, de ellas no quitemos siquiera una coma.

Cuando Lombardo quiso cerrar la universalidad del pensamiento en la UNAM, Antonio Caso advirtió: si a la creación de valores se le cierran las puertas en las universidades la cultura no morirá, hallará su curso fuera de sus aulas. Igual pasa cuando la diferencia es expulsada del ser nacional, ésta hallará su curso en la política.

Tiempo es de hallarnos en nuestras diferencias, es en ellas donde radica nuestra verdadera identidad, voz y alma; es tiempo de rasgar el laberinto de la soledad y polarización en que buscan extraviarnos; el México de un solo hombre es una contradicción en sus términos. No pasará de lo anecdótico ni del oprobio.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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