PARRESHÍA

Ladran, Señor

Ladran, Señor

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Porque lo nuestro es una descomposición generalizada y una vida simulada. López y su feligresía no son una etapa superior de nada, son el final del fin, nuestro último y más merecido castigo.

La semana pasada dijimos que mentían al nombrar, hoy podemos decir que mienten al conjugar. Porque éste no es un transformar sino un degradar. Por supuesto que toda degradación es una forma de transformar, pero, a diferencia de sólo predicar el cambio, el verbo degradar otorga un sentido de privar, reducir, desgastar, rebajar, humillar, pudrir, envilecer.

Si bien vemos, la Cuarta Transformación es en casi todo una degradación sin paralelo: no admite numeralia ni comparación. Bástenos con ver a los autores y defensores de los Libros de Texto Gratuito y, en el otro extremo, a muchos de sus detractores: no hay a cuál irle. Baste con escuchar treinta segundos de mañanera para correr al noveno infierno de Dante, o revisar por arriba las agendas maromeras de las corcholatas o, incluso, el pantano de firmas del Frente y el estercolero en el que los partidos políticos se apresuran a hundirlo.

Porque lo nuestro es una descomposición generalizada y una vida simulada. López y su feligresía no son una etapa superior de nada, son el final del fin, nuestro último y más merecido castigo. Somos en realidad un cadáver en franco estado de putrefacción que confunde corroerse con vivir y López el epítome de la muerte de lo muerto: su desintegración final en polvo.

¿Qué digo con esto? Que estamos desde hace muchos años, quizás dos o tres décadas, más allá de toda esperanza, lo que en nuestra sociedad se mueve son gases fermentados, ácidos y energía productos del pudrimiento de la misma muerte, el movimiento de los gusanos que chapotean en un mundo convertido en inmundicia. Algunos de ellos, en el circo de su retorcimiento y hedor, hasta adorados son. Esa es nuestra posible y única transformación: hacia la nada.

Por eso esta sensación de inmovilidad, hastío e impotencia; la pesadumbre de vivir en un laberinto de delirios cada vez más extraviados, más temerarios, más extremos; la conmoción del beso de muerte de las arenas movedizas y sus caricias de oscuridad. Tal vez en ello radica el verdadero paradigma de nuestros nuevos libros de texto y escuela, que nos preparan para el oscurantismo de nuestra propia desaparición; que la anuncian, que la apresuran, que la abrazan con el fervor del ciego que cree ver en la nada.

Tres, sin embargo, son nuestras esperanzas. La primera que esto ya acabó y todo es cuestión que el último grano de arena cierre este ciclo maldito. La segunda, que a alguien diferente, más inteligente, más capaz, más fuerte, más arrojado, menos gesticulador le tocará reconstruir desde cero lo que entre nuestras manos se pudrió y, tres, que el mundo verá como salvación la muerte del último de nosotros.

¡Ladran, Señor!

¡Es que avanzamos, Sancho!

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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