PARRESHÍA

Ciudadano vírgen

Ciudadano vírgen

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Tiempo es de que admitamos nuestra orfandad política. Los partidos en México no son organizaciones ciudadanas y menos instrumentos de participación política efectiva.

Somos la expresión viva de una descomposición política lenta y sádicamente prolongada. Así llegamos a este apocalipsis llamado 4T, no como expresión de la esperanza, sino del fin, de esa especie de vigor desordenado y demencial previo al deceso.

Llegamos así a los prolegómenos de quizás la elección más difícil de nuestra historia patria con un déficit de ciudadanía, una macrocefalia partidista en detrimento de cuerpo y extremidades (organización y militancia) funcionales, el imperio de la política espectáculo, publicitaria, de expertos en la simulación y los negocios del monopolio partidocrático en una lucha a muerte consigo mismos para evitar su desaparición.

Por décadas le apostamos a los partidos en tanto organizaciones ciudadanas, creyendo que su fortalecimiento devendría en automático en formación ciudadana y desarrollo político. Pero fallamos, creamos monstruos voraces que formaron, en su lugar, una ciudadanía minusválida, entretenida, emocionalmente irracional y clientelar, y refractaria a lo político.

Hoy podemos ya valorar aquellas campañas propias de los ochentas y noventas en contra de los políticos y la política, de aquellos que atacándolos buscaban sustituirlos con supuestas propiedades personales ajenas al mandato ciudadano y a la rendición de cuentas. Así nos llenamos de salvadores de ciudadanos y de democracias que no construyeron ni unos ni otras.

Nuestro sistema político surgió de un movimiento armado, así que lo primero que tuvo que lograr fue aprender a transmitir el poder sin balazos. Cuando finalmente pudo, lo hizo bajo el esquema de asegurar el poder y el triunfo de la Revolución, pero no para democratizar el poder y menos construir ciudadanía. Ya no hablemos de hacer un gobierno efectivo. Fue hasta 1951 que en México se creó una escuela de ciencias políticas y sociales, bajo la premisa de que o se estudia para ser político, o el político estudia. Pero 30 años después, nos impusieron la moda de que los políticos no servían para nada y que había que sustituirlos por cualquiera que no lo fuera. Así nos fue.

Y así llegamos aquí. De cara a un delirante que destruye todo a su paso, que sólo tiene ojos para él y que ha convertido a México en el arenero de su desmesura.

Sé bien que nuestro sistema ha condicionado ciudadanía y democracia a la partidocracia; que nuestros derechos ciudadanos sólo los podemos hacer efectivos a través de ellos y sus franquiciatarios, y que la democracia son las cuentas de vidrio con que con cada elección nos manipulan y condicionan nuestra conducta.

Esa es nuestra realidad. No tenemos otra. Y con ella y a pesar de los partidos y por sobre ellos tendremos que enfrentar nosotros los ciudadanos la maquinaria estatal —y ahora también delincuencial— que pretende imponerse como destino manifiesto a los mexicanos.

Tiempo es de que admitamos nuestra orfandad política. Los partidos en México no son organizaciones ciudadanas y menos instrumentos de participación política efectiva. Los partidos ven a los ciudadanos como votos, despensas o personajes populares que puedan dar la cara en la publicidad electoral ocultando tras de ella las listas de impresentables que con esos votos llegarán sin mover un dedo por la vía plurinominal a los congresos y alcaldías. Así es. Tendremos que cambiarlo, pero tendrá que ser después del 24.

Hoy, tenemos que organizarnos los ciudadanos mismos. Imponer nuestra organización a los partidos y utilizarlos como lo que realmente son: monopolios de los registros de candidatos: instrumentos registrales, sin representación ni fuerza ciudadana verdadera. Franquicias y negocios. En no pocas veces manicomios políticos.

No hablo, por supuesto, de aquellos políticos varias veces reciclados en diversos partidos que hoy con careta de sociedad civil buscan cobrar sus servicios “ciudadanos” con las mismas y gastadas candidaturas de toda la vida.

Hablo de ciudadanos vírgenes, si se me permite la metáfora.

Se me dirá que se requiere experiencia y capacidad en temas de alta urgencia: seguridad, salud, educación, presupuesto, constitucionalidad, justicia. Por mencionar tan solo algunos. Pero el argumento sigue siendo válido. La gran mayoría de los cartuchos quemados han dado pruebas más que de sobra que la solución nunca estuvo en ellos.

El problema es el de la marea rosa, cómo convertir la espontaneidad en organización y participación, cómo conducir el enojo ciudadano en acción política, cómo hacer en meses lo que los partidos no han podido hacer en décadas.

De ese tamaño es nuestro reto y nos va México de por medio.

¿Se puede? Sí.

Pero necesitamos dejar de pensar dentro de la caja de nuestra partidocracia y guanga ciudadanía. Y no es cuestión de publicistas, expertos electoreros y genios de la encuesta. Es cuestión ciudadana. No busquemos salvadores; seámoslos.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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