PARRESHÍA

Equidad de género y democracia

Equidad de género y democracia

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La equidad de género, o es democrática, o no lo será.

A César García Méndez




Este es otro de esos textos que no va a gustar. Pero hemos llegado a que lo “políticamente correcto”, no tiene que ver nada con lo político y lo correcto suele ser más oportunismo y medro que libre de errores, conforme a la regla o irreprochable conducta.

Empecemos: No hay una elección de 31 gubernaturas y una jefatura de gobierno; hay 32 ELECCIONES únicas y diversas, con condiciones y circunstancias específicas, con electorados propios y heterogéneos, cuyas demandas, necesidades, expectativas y culturas son por igual desemejantes; con legislaciones y autoridades diseñadas acorde a sus condiciones y peculiaridades, y con mandatos políticos únicos.

No hay, pues, un cuerpo colegiado de 31 gubernaturas y una jefatura de gobierno sobre el cual pueda argumentarse e imponerse de antemano un patrón de conducta. Hay 32 elecciones uninominales disociadas que responden a electores, territorios, leyes y condiciones diversas y soberanas.

A diferencia de la Cámara de Senadores —que debiera representar paritariamente a las entidades federativas, y que la partidocracia desvirtuó para tener más espacios de medro—, las titularidades del poder Ejecutivo en las entidades federativas son, cada una en sus méritos, únicas, unipersonales y solamente vinculadas por la geografía, el Pacto Federal y la Constitución: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”, reza el artículo 40 constitucional.

Y, precisamente, en lo concerniente a su régimen interior, el “poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. ¿Cuál beneficio? El que cada entidad federativa determine. ¿Cómo? Como en su libertad y soberanía lo decida bajo los principios de la Constitución: República, representación política, democracia y federación.

Ahora bien, si no existe una elección ni un cuerpo colegiado de 32 ejecutivos estatales, tampoco puede haber más vínculos y condiciones entre ellos, que los que la propia Constitución expresamente establece.

Pues, bien, resulta que el año que entra se eligen 8 gubernaturas y una jefatura de gobierno, entre las cuales única y exclusivamente comparten el día de la elección. Repetimos: no territorio ni necesidades, no legislación ni autoridades, no electores ni pareceres, no necesidades ni mandatos.

¿Por qué entonces se le quieren imponer a una unidad indivisible, como lo es el cargo uninominal de gobernador o jefe de gobierno, criterios de paridad de género, propios de un colectivo?

Uninominal significa “un solo nombre”; plurinominal muchos. Y la paridad, es la igualdad que guardan entre sí las cosas, viene de par: igual, análogo; de iguales entre sí; lo que vale lo uno como lo otro. Exigir paridad en una unidad indivisible —en un solo nombre y en un solo número— es exigir que lo non sea par; que lo uno sea vario, que lo indivisible se fragmente, que lo uno se par—ta, rompiendo el principio de no contradicción en sí: No se puede ser uno y vario al mismo tiempo.

Y así pregunto: ¿Por qué tendría que impactar en Yucatán lo que elija Veracruz, o en la Ciudad de México como se vote Morelos? ¿Por qué, incluso, antes de emitir un solo sufragio, se quiere condicionar el género resultante de los elegidos?

Se dice: si se eligen nueve cargos ejecutivos, tantos deben ser para hombres y tantos para mujeres. Pero, ¿no es acaso eso lo que soberanamente corresponde decidir a los diversos electorados de cada una de las nueve entidades? ¿No es, entre otras cosas, el género lo que libre y democráticamente nos corresponde a los electores determinar?

Pregunto: ¿somos se es soberano en todo lo concerniente a nuestro régimen interior, cuando lo que deciden en otras entidades nos constriñe y obliga?

El criterio es entendible y de justicia, pero no necesariamente democrático y violenta las libertades y derechos políticos ciudadanos, imponiendo taxativas a la democracia y a las libertades y derechos que no se corresponden con ellos, ni con los cargos que se eligen (uninominales), ni a quienes los eligen: los ciudadanos.

No hay que confundir las agendas sociales con los principios democráticos, a riesgo de generar batidillos como el que ahora es el Senado de la República, donde la paridad federativa fue sacrificada en el altar de las cuotas y voracidades de los partidos.

Ojalá y por la vía del desarrollo cultural los electores lleguemos libremente a elegir con mayor equidad de género, pero de ahí a que se nos impongan limitaciones previas que restringen el espectro de libertad ciudadana y pervierten el sentido mismo de la democracia, media una perversa confusión, entre las agendas sociales, que siempre son exclusivas de los grupos que las enarbolan y excluyentes de los que libremente y también legítimamente no las comparten, y la política que tiene que ver con el universo de toda la pluralidad social, en donde deben caber todas y cada una de las agendas, las más de las veces antagónicas, que cruzan la sociedad.

La pregunta es ¿quién y por qué habría de antemano, por más legítima que sea su agenda, limitar los ámbitos de democracia de las libertades políticas ciudadanas? ¿Sería ésta —la democracia—, entonces, soberana? ¿Sería aquella —la libertad—, entonces, libre? ¿Sería ella —la política—, política? ¿Sería nuestra ciudadanía soberanamente inmanente?

¿Puede una legítima y noble agenda ciudadana limitar libertades, o debe, en el juego de la pluralidad política, ganar espacios, no cerrarlos, no condicionarlos, no imponerlos?

No le tengamos miedo a la democracia. Quererla perfilar de antemano no garantiza mayor equidad de género, pero sí menos democracia y menos libertades políticas ciudadanas.

La equidad de género, o es democrática, o no lo será.


PS. — Comparto la agenda de equidad de género, pero no este método.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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