PARRESHÍA

Maldad radical o banal

Maldad radical o banal

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El mal siempre es solo un extremo, pero nunca ‘radical’, además de que no tiene profundidad y tampoco es diabólico. Puede devastar el mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo.

Muchos comentarios y argumentos recibí de mi texto “Banalidad”. En su atención y gratitud cierro ahora la versión explicando lo riesgoso de nuestros tiempos y vida banalizados.

Para Arendt, la Segunda Guerra Mundial inauguró nuevas formas de horror, si se me permite: de deshumanización. El mal, de origen teológico, hasta entonces conocido, tenía un origen divino, el propio Lucifer era un ángel caído. Pero ahora, nos explica Andreu Jaume en su antología de Arendt (La pluralidad del mundo), al margen del juicio final y de la redención, se alzaba una forma exclusivamente humana de mal.

En “Los orígenes del totalitarismo” (1948) Arendt escribe: “Es la aparición de algún mal radical, anteriormente desconocido por nosotros, la que pone fin a la noción de desarrollo y transformación de cualidades. Aquí, no existen normas políticas ni históricas ni simplemente morales, sino, todo lo más, la comprensión de que en la política moderna hay implicado algo que realmente nunca debería haber estado, tal y como nosotros comprendemos la política, a saber, el todo o nada. Todo significa una indeterminada infinidad de formas de vida en común. La nada, es decir, una victoria de los campos de concentración, significaría para los seres humanos el mismo destino inexorable (el totalitarismo) que el empleo de la bomba de hidrógeno para el destino de la raza humana”.

Pero este su parecer se estrelló, no con un monstruo, ni un sádico, ni un desalmado; sino con un vulgar y corriente burócrata nazi llamado Eichmann: “una persona ‘normal’, que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario”, alguien que “no supiera distinguir el bien del mal”. Los artículos de Arendt que fueron apareciendo en el New Yorker sobre el juicio de Eichmann desilusionaron a un público habido de barbarie y bestialidad. Y al narrar detalladamente su ejecución, concluyó que sus últimos minutos resumieron su larga “carrera de maldad” enseñándonos “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes” (Eichmann en Jerusalén).

Fue entonces que el mundo se le vino encima a Arendt, propios y extraños lamentaron su expresión de “banalidad del mal”. Ella, sin embargo, sabía que había encontrado una veta de profundo significado y trascendencia.

En carta a Gershom Scholem reconoce que “ha cambiado de opinión” y que ya no habla del “mal radical”, sino que “a día de hoy opino que el mal siempre es solo un extremo, pero nunca ‘radical’, además de que no tiene profundidad y tampoco es diabólico. Puede devastar el mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo”.

Hago aquí un alto necesario, para llamar su atención a nuestros días y su superficialidad en todos los ámbitos del vivir humano, especialmente la política y, hoy y aquí, las mañaneras, la deliberación pública y la publicidad política. Con ello en mente, le imploro dé usted su paciencia a Arendt.

Continúa: El mal “se trata de un desafío para el pensamiento, según creo, porque este intenta alcanzar alguna profundidad, llegar a la raíz, y en el momento en que da con el mal resulta frustrante porque no hay nada. Eso es la ‘banalidad’. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical”.

¿Qué pasa cuando el pensamiento quiere desentrañar la “Mañanera” o la publicidad electoral? Se encuentra con la insignificancia, la banalidad, la frivolidad. Son inaprensibles, volátiles, difuminables. Cuando apenas se les empieza a analizar ya mutaron en una superficialidad mayor.

Arendt no estaba sola en esto, ya desde sus intercambios epistolares con Jaspers en 1946, hablaban de “una mitificación” que no debía entenderse en términos de “grandeza satánica, sino de ‘banalidad y trivialidad prosaica’”.

Jaspers lo observaba de cerca y jamás pudo encontrar en Hitler ni profundidad ni pensamiento. Arendt, en respuesta a las consideraciones de su maestro y amigo a “Los origenes del totalitarismo”, concedía: no sé qué es realmente el mal radical, pero tiene que ver “con hacer superfluos a los seres humanos” esto sucede cuando “se suprime toda unpredictability, a la que corresponde la espontaneidad del lado de los seres humanos”.

Las disquisiciones de Arendt son aún más profundas y de múltiples derivaciones, bastenos señalar que la banalidad de mañaneras y de la publicidad política busca hacernos superficiales y predecibles, por ende masificables. En otras palabras, ajenos al ejercicio del pensamiento y del juicio sobre el bien y el mal.

Concluyo, la banalidad del mal es más peligrosa que su radicalidad, porque es inapreciable.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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