LETRAS

El encuentro

El encuentro
Hay personas que se buscan de por vida, como si para ello hubiesen nacido. Viven presintiéndose en cada instante, adivinándose en toda sombra, atrayéndose cual constelaciones, sospechándose en crepúsculos.

Inadvertido, como cataclismo, llega el amor. Cuando nadie lo espera, cuando nada se busca, cuando nada se pide, ni se exige, ni se posee, ni se compara, ni se encela, ni se teme, ni se ansía, ni se desea.


Hay personas que se buscan de por vida, como si para ello hubiesen nacido, como si buscarse fuera su karma y encontrarse el paraíso. Viven presintiéndose en cada instante, adivinándose en toda sombra, atrayéndose cual constelaciones, sospechándose en crepúsculos. Caminan a ciegas tras pistas inconexas, desatinos e infortunios, entre noches sin luna y destellos de luz. Se vislumbran en lo triste de sus miradas, se suspiran, se intuyen en sonrisas congeladas en la decepción, se deliran en insomnios, se besan en sueños, pero jamás se reconocen, así choquen de frente, porque se ambicionan y buscan en un deseo que confunde y somete su mente con una idea momificada, un paradigma, de lo que creen sea el amor, y ese deseo los ciega a ver el amor que en todo momento y lugar los rodea.


La mente destruye el amor porque piensa y ambiciona en primera persona: Yo soy, Yo deseo, Yo pienso, Yo quiero, Yo poseo, Yo celo, Yo odio. Cuando observamos algo maravillosamente bello, como un amanecer, nos olvidamos de nosotros mismos, sólo existe esa magnificencia cuya belleza todo lo llena, pero nuestras pasiones siempre responden a algo, tienen una causa, delatan un apego y, por ende, la presencia del Yo. Por tal son falsas. Desde el momento que buscamos algo o alguien, nuestra búsqueda responde a la idea que el Yo se ha hecho de ello a su imagen y semejanza, atado a sus deseos y temores, a sus filias y fobias, a su mezquindad e insignificancia. La única y verdadera pasión sólo puede surgir cuando hay olvido total del Yo y sus deseos. De igual forma, el amor aflora cuando uno no está, cuando el Yo y sus apegos han dejado de eclipsar la luz y presencia de todo lo demás. Pero casi nunca es así, cuando la mente quiere algo establece un patrón con base en todo lo que hay en su conciencia, que es la conciencia de la humanidad toda, con cientos de miles de años de atavismos, y una vez creado el patrón, la mente queda atrapada en él. El deseo congela y somete la mente y aísla a los seres.


La naturaleza del Yo es de aislamiento. Nuestro ego se supone absoluto, diferenciado y separado de todo lo que Es; monada aislada, hermética e incomunicable que se piensa centro acabado de un universo reducido a su ridícula pequeñez. Voraz, ambicioso e insaciable, carcomido por el deseo, nuestro ego se aísla y repele el amor, porque donde el Yo habita el amor no florece.


Los humanos no sabemos vivir de momento a momento, ni hemos aprendido a valorar el infinito inmerso en lo finito de cada instante. Imposibilitados como estamos para sostener indefinidamente la pasión de nuestros entusiasmos regresamos fatal y prontamente a lo rutinario de nuestra existencia. Ante la imposibilidad de aprehender el éxtasis nos engañamos creyendo poder hacer perdurar en el recuerdo lo que de suyo es finito: el hoy y aquí en su incesante fluir. En lugar de vivir satisfechos con el movimiento cósmico, como si a cada instante naciéramos, pretendemos eternizar imperecederamente inmaculadas nuestras satisfacciones pasadas para que sirvan de prototipo a nuevas situaciones, reduciéndolas al absurdo de que la riqueza de sus posibilidades responda a la miseria de nuestras expectativas, y que lo espontáneo e inédito de lo nuevo encaje en la prisión de lo conocido. Nos atormentamos cargando cada nuevo momento con los ropajes inexportables del ayer o de un idílico futuro proyectado a partir de aquél. Así, el presente, lo que Es, se nos escapa de las manos mientras ocupamos nuestra vida en rumiar el pasado y saborear la ilusión de hipotéticos mañanas.


Así, vivimos abrumados por la búsqueda del amor, en lugar de preocuparnos por lo que impide que florezca y que no es otra cosa que nuestro ego.


Pretender repetir un instante, eternizarlo en la memoria, entronizarlo en parangón contra el cual medir la vida resulta tan absurdo como frustrante y doloroso. El congelamiento del acaecer, amén de imposible, no redunda en la perpetuación o repetición de su gozo, sino en decepción, angustia y sufrimiento. Vivir cada nuevo momento en función de arquetipos conocidos, y, por ello, irrepetibles, y no por sus propios méritos y circunstancias, juzgándolo y valorándolo -a fin de cuentas, viviéndolo- en función de lo que quisiéramos que fuera y no de lo que real y verdaderamente Es, extravía nuestras vidas en decepciones, zozobras y tristezas.


Cuando dos almas se tocan prevalece en su contacto lo fortuito de su circunstancia y el desmayo de sus ansias y presagios. En ese momento ninguna busca, sus Yos, aislados y aislantes, están ausentes y libres de la carga de los paradigmas que la humanidad les ha impuesto, no hay en su conducta patrones aprendidos, ni incómodos fantasmas. Se encuentran vírgenes de sociedad y libres de ataduras, conductas cultivadas, temores heredados, paraísos inventados, infiernos amamantados. Son, simplemente son, sin afeites y sin complejos, sin príncipes azules ni bellas durmientes, sin medidas, sin expectativas, sin fronteras. Se encuentran, reconocen y aman porque no se buscan, porque sus Yos no están ahí para eclipsar con sus recuerdos y deseos la luz del otro. En un momento único hacen sinfonía con la armonía del universo. Son, sin saberlo, el universo mismo.


Pero su encuentro está condenado a colmarse y extinguirse en lo fugaz e irrepetible de su instante, a perecer en la explosión inasible de su plenitud. Su encuentro es una hecatombe de las que los cuentos de hadas, tan dados a falsear el éxtasis hasta el fin de los tiempos, no conocen, porque se halla fuera del tiempo y su movimiento. Su cruce de caminos no puede ser más que un soplo evanescente del infinito en la precariedad de sus vidas.


La modernidad confunde el sexo del Nirvana con el de arrabal; si bien ambos transportan al individuo más allá de los límites de su ego hermético, son dos maneras diversas de trascender: por la primera se trasciende el Yo, el tiempo, el movimiento, la distancia y el aislamiento en el abrazo de dos en la Divinidad, donde el Yo profundo es idéntico al principio universal: "Tat Tuam asi" (Tú eres Eso). Por la segunda se exacerba el Yo hasta niveles subhumanos de total alienación.


Por igual se ha perdido la dimensión infinita de lo efímero y finito del momento de amor que en sí encierra la eternidad toda, ya que la vida hay que vivirla de momento a momento sin buscar repeticiones ni perdurabilidad. Hay que saber tocar en el amor la plenitud sin tiempo, sin movimiento, sin espacio; la eternidad sin que el Yo se obstine en reducirla a la cárcel del tiempo que todo marchita y todo mata.


Jamás podrá la mente entender el amor porque éste es un estado del ser que la mente lo más que puede hacer es describir o nombrar, y el nombre jamás será lo que nombra. Y si la mente no puede entender el amor, menos lo puede recuperar en el recuerdo, encapsular en la memoria o congelar en paradigma.


Hay que aprender a vivir el gozo del instante vivido, sin sufrir el inútil y suicida dolor de su imposible repetición, o la amargura de su permanente y falsa representación.

El amor, como la vida, hay que vivirlo de momento a momento, cada uno como nuevo, único e irrepetible, como si naciésemos a cada instante y todo fuese, como lo es, desconocido e impar.

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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