Culpas e impotencias
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Lamento no coincidir con Krauze en su texto “Para que conste” (Reforma 29 ix 24), sin demérito de su parecer e intención.
Pero no es tiempo de escudarnos en lo que hicimos en contra de López, de suyo meritorio —expresamente lo destaco—, sino de admitir y analizar lo que hicimos u omitimos para encaramar su delirio por sobre México al no detenerlo.
López es la expresión más nítida y acabada de nuestra descomposición política como sociedad. No fue por generación espontánea y descontextualizada de nosotros, llegó sobre la cresta de una ola que todos empujamos de una u otra manera.
Pocos fueron los que no cedieron a su influjo y artes, que no hicieron procesión hasta Tabasco para postrarse ante él, que no se pelearon por aparecer a su lado en sus éxodos, plantones y templetes, que no acamparon con él ni se sumaron a sus fantasiosas denuncias, que no buscaron su primicia, biografía, entrevista y amistad; que no que no aportaron dinero, o al menos simpatía a su “movimiento”, que no cedieron, cobardemente callados, parte de su salario, pago, comisión o moche. Que no cambiaron de piel y modo de hablar ante su presencia. Que no arquearon al piso sus principios o la propia ley para estar del lado correcto de la historia.
Que confundieron sus más que legítimas fobias y romanticismos políticos con verdadera democracia ciudadana. Reconozcamos, construimos una democracia con base en lo que no queríamos, no con miras en lo que verdaderamente necesitábamos y deseábamos.
Hoy gran parte de sus ayer adalides reniegan de él tres veces antes de cada mañanera, pero se extasiaron a sus pies y muchos comieron de su mano y se soñaron a su diestra en el poder.
No es que demerite su oportuna y valiente corrección y deslinde, menos los costos que pública y privadamente han tenido que pagar.
Pero tenemos todos que hacernos cargo del fenómeno sociológico. Era tal nuestra necesidad de salir de donde estábamos que salimos más para adentro, profundo y oscuro. Y con fe ciega anidamos el huevo de la serpiente.
Como sociedad formamos parte activa o pasiva de su delirio, jugamos fielmente los papeles en él diseñados y previstos; bailamos al compás de sus demencias y caprichos, y hemos sido hasta el día de hoy, último de su gobierno, —si su psicosis no determina otra cosa— incapaces de detenerlo en su destrucción y locura.
Aclaro y repito, unos más, otros menos, tuvieron que ver con él y están no sólo en su derecho sino en la obligación de contar su historia, pero la gran asignatura pendiente es analizar la historia que todos hicimos —ahora sí que “haciendo historia”— al tenor de un fenómeno colectivo de salud mental que terminó desquiciando y quebrando a México hasta hacerlo irreconocible.
Aceptemos nuestra culpa e impotencia compartidas.
Admitamos que fuimos presa de su locura, ya por hacerla religión, ya por combatirla como tal.
Hagámonos cargo del magnetismo esclavizante y adictivo del caso para poder en un futuro diagnosticar y tratar a tiempo.
Reconozcamos que en gran parte privó en todos lo que no queríamos, o bien de lo que queríamos liberarnos, por sobre lo que debimos construir y, así, queriendo salir del infierno llegamos hasta lo más incomunicable de sus entrañas.
Apostamos a ciegas, nos enamoramos de nuestras teorías, de vestir de oposición como quien viste de postín o se cuelga una medalla al pecho; nos entregamos a los circuitos entrópicos de nuestros analistas, diletantes y santones de la democracia, pero jamás construimos verdadera ciudadanía ni auténtica democracia.
Y cuando requerimos ciudadanas y ciudadanos actuantes para detener al monstruo, para asaltar La Bastilla, lo más que nos salió fue una marea y rosa, como producto final de una en metástasis que desde hace décadas sufre nuestro sistema político —sociedad y organizaciones incluidas— mientras los Yunes y tantos otros han mercado y mercan los abalorios de eso que creímos la democracia sin adjetivos y sólo fue electorerismo de moda, barata y bucaneros.
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