Iguales pero necropciados
Es sorprendente la necesidad siempre insatisfecha del obradorato de repetir hasta la saciedad que no son iguales. No hay declaración, mesa, discurso, incluso propaganda donde no lo digan. Si se les pregunta qué son, contestan: no somos iguales.
La máxima reza que el que mucho prueba su dicho poco cree en él, y en el caso pretenden apabullar por el número de repeticiones y no por la contundencia de su negación.
E imposible no reparar en definirse en negativo: por lo que no son, sin poder señalar la diferencia que los distingue. Se dicen no ser iguales, pero no logran acreditarse únicos.
Difícil, por igual, sostener su aserto cuando hoy en Morena hay más priístas que morenos de origen, ¿cómo no ser iguales a lo que siempre fueron? Epigmenio era uno de los camarógrafos de planta de Salinas, antes, dice él, de que se peinara, Epigmenio, con balas cuando su calvicie le precede.
Y así llegamos al fondo del asunto. En mi libro “¿Cómo llegamos aquí?” sostengo que vivimos el fin de un largo proceso de descomposición de un sistema político que dejó de ser efectivo y funcional hace más de 50 años. Un sistema que en lugar de enterrarlo lo momificamos en gran Tótem que todos han explotado, unos a favor, otros en contra. En eso tienen razón cuando acusan de carroñeros, salvo en que comparten por igual la afición y la acción, y quizás en mayor grado: hemos vivido, todos, de la putrefacción.
Y no, no son iguales, pero devienen de ellos y son su última degradación. Cuando cae una civilización entra la barbarie, a veces viene de fuera, en otras ocasiones surge de desde las entrañas; no son iguales, pero si sublimados en vicios, taras, impotencias y descomposición.
Sostener como leiv motiv no ser iguales es una forma de pedir que no se acaben los muertos, porque si no se quedan solos y desnudos. Afirmar no ser iguales es vestirse, como el personaje de El silencio de los inocentes con retazos de piel de sus víctimas; por eso regresan y una y otra vez a Calderón y García Luna, y no tanto al priísmo de su origen, para no mostrar la monstruosidad de sus ropajes mortuorios ni dejarse ver de cuerpo entero. Como las pirámides prehispánicas, apilamos muertes una sobre otra -igual que hoy en buena parte del país- para simular vida y, en su caso, gobierno.
Hace mucho escuché de un subsecretario de Gobernación algo que me levantó grandes confusiones. Me dijo hablando de las oposiciones con las que negociaba una de tantas reformas electorales: pretenden hacerse cargo del burdel, pero se espantan cual monjas enclaustradas. El aserto tira para los dos lados, unos por los pruritos de sus apetencias y apariencias, otros por la ostentosa aceptación de su oficio; ambos chapoteando en las cañerías.
Pero regresando al presente, su némesis, ese castigo divino a la soberbia, la Hibrys, es que terminen siendo los mismos, pero necropsiados: iguales pero terminales.
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