PARRESHÍA

Barroco moreno

Barroco moreno

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Un barroco cuatrotero excesivo y extenuante, en gran parte emparentado con el resentimiento, lo vulgar, lo vindicativo y la demencia.

El obradorato es una especie de barroco redivivo: comparte con el barroco mexicano su arcaísmo romántico, exaltado y farsante por una idealización maniquea y caricaturizada de las culturas prehispánicas como una unidad maciza y diáfana; participa, por igual, de lujos exuberantes y excesivos, a veces afrentoso, casi siempre payos; busca descentrar al espectador moviéndolo a la admiración, devoción y pasmo, o a la repulsión más rabiosa posible; sus ropajes, joyas, omnipresencias mediáticas, excesos, desplantes y teatralidades buscan rebasar a la más trastornada imaginación.

En el fondo al barroco morenista no le preocupa que las redes se vuelquen en su contra y la crítica se rasgue las vestiduras, muy por el contrario, le fascina, lo necesita, lo prohíja, lo disfruta, porque es un barroco mediático que si no logra niveles de paroxismo no sirve; la adicción escenográfica de personajes como Noroña, gutierritos de “dato protegido”, Andrea Chávez, Layda Sansores o Arturo Ávila, lo acreditan fehacientemente.

Un barroco cuatrotero excesivo y extenuante, en gran parte emparentado con el resentimiento, lo vulgar, lo vindicativo y la demencia.

Un barroco, por cierto, imposible en la simpleza, resequedad y característica plana -ausencia de profundidad- de Sheinbaum, no nada más incapaz de competir con las locuras a raudales de sus compañeros (es un decir) de viaje, sino de entenderlas y refrenarlas. Frente al tropicalismo delirante entre gallinas y pavos reales, Claudia acomoda macetitas de noches buenas en un árbol navideño en un patio vacío, camina por pasillos silentes, abraza a un soldado de tramoya y sigue con pánico el parlamento ante las cámaras del palo que se contrató por marido.

Así que no se enojen por la jactancia de Noroña, los guardarropas de los datos protegidos, el histrionismo de la Chávez, lo falsario de Ávila, las displicencias de Adán Augusto o las riquezas de Andy, son expresiones de un barroco enfermizo y de escasa vida.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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