Democracia y liberalismo en tiempos lopezobradoristas
Foto Copyright: lfmopinion.com
Nuestro reto dejó de ser prioritariamente democrático para ser liberal. Aunque suele considerarse que liberalismo y democracia caminan siempre de la mano, no es así. Se puede ser liberal sin ser demócrata y viceversa.
Ya en 1926 Ortega y Gasset sostenía: "liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto a tendencias, de sentido antagónico."
Para entendernos, la democracia define quién ejerce el poder; el liberalismo cómo se limita.
Las democracias antiguas lo fueron dentro de un poder absoluto.
Tomemos nota: el poder tiende a romper siempre sus límites, "se halle en una sola mano o en la de todos. Sería, pues, nos dice Ortega, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos." La Alemanía de Wiemar salió de Bismark para arribar a Hitler por la vía de las urnas.
La idea de que el individuo limite al poder es de origen germano. Frente al poder del Estado el liberalismo significa un derecho privado, un privilegio, una franquía. "El germano fue más liberal que demócrata. El mediterráneo, más demócrata que liberal (…) Cromwell quiere limitar el poder del Rey y del parlamento. Robespierre quiere que gobiernen los clubs."
Ortega, como muchos de su generación, vivió un desencanto por la democracia: "La palabra democracia, escribió en 1949, era inspiradora y respetable cuando aún era, siquiera como idea, como significación, algo relativamente controlable. Pero después de Yalta esta palabra se ha vuelto ramera porque fue pronunciada y suscrita allí por hombres que le daban sentidos diferentes, más aún, contradictorios: la democracia de uno era la antidemocracia de los otros dos, pero tampoco estos dos coincidían suficientemente en su sentido". Esta Babel democrática y su consiguiente desdoro conceptual nos resultan hoy mucho más cercanos de lo que quisiéramos que fuera. Nuestro difunto sistema de partidos creó tantas democracias como partidos, candidatos y elecciones hubo; elecciones de contentillo y legislaciones de chantajes de perdedores, hasta crear el Frankenstein electorero que sufrimos. No me refiero a sus resultados, sino a su procesamiento.
Si en 1908 Ortega criticaba a los partidos porque "no enseñaron ninguna virtud, ningún ideal, ninguna esperanza", en aquel ya lejano 1949 fulminaba a las élites gobernantes al afirmar: "Si los políticos actuales son ciegos de nacimiento creen lo contrario, pese sobre ellos la responsabilidad del fracaso." Por eso concluía: "es bien claro que la democracia por sí es enemiga de la libertad y por su propio peso, si no es contenida por otras fuerzas ajenas a ella, lleva al absolutismo mayoritario." Palabras más, palabras menos, en 1926 adelantaba: "el que es verdaderamente liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por decirlo así, se limita de sí mismo."
Ahora bien, este primer liberalismo descrito por Ortega se gestó en el medioevo y surge para limitar el poder del Estado. Su agenda se inscribe en el respeto de una esfera de derechos civiles: libertades de conciencia, expresión, tránsito, privacía. La crisis española de finales del siglo XIX y la democrática de inicios del XX despertó en el filosofo cargarle a la democracia todos los males propios de su época.
Al despertar liberal del medioevo siguió otro liberalismo, producto de la ilustración y de la experiencia del individuo frente a expresiones de poder social. En adelante, seguimos el texto de Fernando Escalante, "Senderos que se bifurcan. Reflexiones sobre neoliberalismo y democracia," publicado por el INE (2018). La ilustración enfrenta, por igual, al poder político y a poderes sociales, dispersos en fueros, corporaciones, franquicias, privilegios, iglesias. Los derechos del individuo no solo los puede mancillar el poder público, también hay poderes particulares y de facto que ejercen similar y a veces mayor peligro.
Pero, a diferencia del anterior, esta nueva especie de liberalismo requiere del poder soberano territorial, el Estado, para enfrentar y someter a la ley a estos cuerpos intermedios. En palabras de Stuart Mill, "se requiere el predominio del rey de los buitres para mantener a raya a las arpías menores." (Escalante 2018).
Al cierre del XVII se replantea nuevamente la ecuación, tras la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, y de cara al poder divino de los reyes, la soberanía popular y su instrumentación en representación popular y, por ende, electoral: "la autoridad pública no puede imponer una ley sin la participación de quienes han de obedecerla" (Ibidem). Con ello el liberalismo abandera otra batería de derechos: manifestación y asociación política, voto activo y pasivo. Derechos políticos que parten de un piso de igualdad ciudadana que pronto se observa formal y quimérica, a menos que se garanticen otros derechos de naturaleza social: educación, salud, seguridad pública, trabajo, etc., derechos que demandan solidaridad social y contención capitalista.
Para colmo, tras las dos guerras mundiales, se implanta un nuevo tipo de liberalismo en el que la centralidad no son ya las libertades ni los derechos, menos el individuo y la sociedad, sino el mercado. El Estado, para el neoliberalismo, debe ser fuerte para defender al mercado de las libertades civiles, económicas y políticas, de la democracia, de sus riesgos y de sus reclamos de justicia social. Defender al mercado y su lógica suprema de la cosa pública, de la polis, de la política, de la democracia y los riesgos de la mayoría. La democracia, aquí, es entendida como enemiga del neoliberalismo, cuya función primigenia es proteger al mercado de la irracionalidad de las mayorías.
Una sociedad desigual y democrática, es obvio que ponga la justicia social por delante de las libertades económicas del mercado, por ello el modelo neoliberal erige al mercado en verdad metafísica, fuera del alcance de las instituciones representativas y de la racionalidad de las democracias.
Si liberalismo y democracia, de origen, caminan por sendas diversas, el neoliberalismo, en tanto programa político, es abierta y furiosamente antidemocrático.
Y así llegamos a nuestra encrucijada, por un lado, las elecciones del 2018 han alcanzado, sin lugar a dudas, la supremacía democrática; nadie puede negar que una abrumadora mayoría se impuso sobre un sistema de partidos caduco y un modelo de desarrollo de desigualdades insostenibles, infamantes e injustas. Pero su mayoría amenaza con tomar tintes más excluyentes que solidarios; su narrativa, espero equivocarme, es más vindicativa de un pasado ominoso que constructiva de un futuro refulgente. Su talante parece amenazar el liberalismo al estar en condiciones de borrar límites y contrapesos. El poder soberano inmanente amenaza en concentrarse en exclusiva sobre los ganadores y surgen voces que reclaman, incluso, silencio y sumisión de conquista a los perdedores. La democracia ante la tentación de limitar libertades, devorar los derechos que la hicieron posible; hacer tabla rasa de pluralidad y desterrar la tolerancia. "Solo la tolerancia, decía Unamuno, puede apagar en amor la maldad humana, y la tolerancia solo brota potente sobre el derrumbe de la ideocracia". Agregaría, y de la soberbia del triunfador.
Para colmo, este triunfo democrático se construye sobre las cenizas de un sistema de partidos cuyas alternativas están por reinventarse y la "oposición" política es hoy un continente sin contenidos y prestigio.
En otras palabras, hemos construido una democracia que se agota en sí misma y erigido un Leviatán irrefrenable, voluntarioso, ciego, sordo, soberbio hasta con los tiempos propios del poder. Por qué esperar hasta diciembre, parece decir.
Ahora bien, si nos atenemos al primer liberalismo, el que surge para refrenar al poder, encontramos que hemos construido un poder irresistible y una sociedad pusilánime; si estamos al liberalismo de la ilustración, contra las opresiones de los poderes intermedios, podemos esperar que se restrinjan sus privilegios pero que todo el poder que se les quite termine engordando el de un Estado obeso y sobredimensionado, sin beneficio ciudadano directo. Si observamos el liberalismo atento a la soberanía y la representación política, vemos un país monocromático y la soberbia ciega del nuevo rico o del poderoso, lleno de rencores y ausente de magnanimidad.
Finalmente, creo que por lo que hace al liberalismo propio de la igualdad, podemos esperar un Estado asistencialista y, por ende, clientelar, que administra y usufructúa la desigualdad, no la combate. El lopezobradurismo de la regencia del Distrito Federal sirve de botón de muestra.
Por ello auguro poca suerte al liberalismo, en cualquiera de sus expresiones y, de paso, al electorerismo que construimos por democracia.
Algo ha de percibir Woldenberg en el ambiente que ayer publicó una defensa a la mutua necesidad entre sociedad civil y Estado que no admite desperdicio: "Ni un autoritarismo que quisiera una ‘sociedad civil’ a su imagen y semejanza, un espejo fiel a las necesidades del poder público, un conjunto de asociaciones dóciles y disciplinadas; y también el resorte, lo llamaré ultraliberal con ribetes de anarquismo, que cree que las asociaciones privadas pueden vilipendiar y prescindir de las instituciones estatales a las que de manera inercial se les ve como la encarnación del mal (…) Y la relación entre organizaciones de la sociedad civil e instituciones estatales no es de suma cero. Sino todo lo contrario: el Estado democrático es más fuerte si es acompañado de una enérgica y vital sociedad civil, mientras que la sociedad civil solo es posible en el marco de un Estado democrático." (Reforma 19 vii 18).
#LFMOpinion
#LDemocraciaYLiberalismo
#DerechosCiviles
#DerechosPolíticos
#DerechosSociales
#Mercado
#Neoliberalismo
#Desigualdad
#SociedadCivil
#Estado