LETRAS

RÉQUIEM A MI PADRE

RÉQUIEM A MI PADRE
Fue, sin embargo, una muerte bonita, apacible. ¿Será sacrílego decir agraciada?

Al cristalino haz de la aurora la noche muere en el horizonte. Una luz primigenia de azul encendido arde entre nubes extraviadas en tonos ocres y dorados. A lo lejos, desafiando la penumbra, don Goyo saluda al día en querellante fumarola. Abajo, el Valle de Cuernavaca rehúsa despertar. Al fondo el Tepozteco se delata en oscuro, insondable… cual la muerte.


Más allá, en su vieja casa de Cocoyoc, yace el cuerpo inerme de mi padre.


Media hora antes al teléfono un "hijito" alcanzó a decir mi madre. No necesitaba decir más; nada más pude escuchar. Minutos después emprendíamos el viaje. Luis, mi hijo, sin chamarra y de inescrutable mirada, se guarecía de la agria madrugada con su cuaderno de dibujo y una antología de Sabines. De verlo, su abuelo hubiera sonreído orgulloso.


Para Nabokob la muerte no es otra cosa que la reunión más completa de los infinitos fragmentos de nuestra soledad. En el caso de mi padre no lo fue; cuando entré al cuarto donde saludaba al infinito, a sus costados, cual cachorros amamantándose, buena parte de sus 20 nietos lo flanqueaban en sosegado llanto; más allá, enmarcando la escena, tres de mis hermanas y sus maridos. Al lado de la cama, en su apacible mecedora y ser, mi madre; a sus pies, Francisco, mi hermano, quien tras una larga estancia en las bahías e islas del Mar de Cortés regresaba puntual a la despedida. José Antonio volaba desde Monterrey; Gustavo de los Ángeles. Miroslaba, su enfermera, hablaba por teléfono a Canadá con mi hermana Marcela.


Hasta el último día rehusó doblegarse a la enfermedad. Con militar disciplina cumplió su diaria terapia -unos cuantos y heroicos pasos-, luego el gozo de la regadera al amoroso bañado de mi madre y finalmente la voluntad indómita de enfrentar lo que viniese con la certeza que el saldo resultante siempre es positivo para quien quiere y sabe amar la vida.


Con camisa floreada, pantalones cortos y olor a colonia observó a sus nietos jugar dominó antes de la comida, mientras hijas y nietas ejercitaban en la alberca una especie de aeróbic más estridente que acuático. Comimos al amparo de su vivaz y cálida mirada, luego compartí con él la última de nuestras siestas cocoyoquenses.


Por la tarde su imperdonable paleta helada de limón y mi lectura de Saramago, novedoso para él.


Si por él fuera seguiríamos leyendo Ensayo sobre la Ceguera, pero la noche nos alcanzó; la acalorada llegada de nietos y yernos, tras un partido de fut, y las manecillas del reloj materno nos obligaron a abandonar el trance de su lectura. Tras enfundarlo en pijamas y acostarlo, regresé con mi mujer e hijo a la ciudad de México; horas más tarde deshacíamos el camino, el haz de blanca luz de los ciegos de Saramago inundaba ya su nueva realidad.


Las jacarandas pintaban el Valle con manchones de morado sobre un paisaje silencioso y reseco; por las ventanas de su cuarto encendidas bugambilias acompañaban entre trinos de tristeza y paz su muerte. Mi madre llamaba a su única tía sobreviviente: "Tía, ya te ganaron".


Fue, sin embargo, una muerte bonita, apacible. ¿Será sacrílego decir agraciada? Aún en este su último trago amargo supo unir en amor y calidez a la familia. Murió dormido, "como pajarito", diría mi madre. Gozó de la muerte del hombre justo. Tuvo duende, en vida y muerte. Dejó amigos -aún sus más encarnizados adversarios políticos lo quisieron y respetaron-; gratas memorias, anécdotas, bohemia y, sobre todo, mucho amor. Cuando en su velorio Lupita Palomera cantó la Vereda Tropical en postrer adiós -tras la invocación de "¡Ay Luisito, ayúdame a cantarte!"-, muchos de los presentes recordaron que no estaban en el velorio de un político más, sus facetas fueron múltiples, su mundo basto, su cosecha granada, sus lecciones aún por aquilatarse.


Glosa y juicio corresponden a otros menos parciales. A nosotros nos queda que murió como vivió y enseñó, en paz con Dios, con los hombres y con él mismo; que su vida fue de suma, de conciertos, de logros; siempre lúcido, siempre alegre; preocupado con, y comprometido por, su Patria; con inquebrantable fe y voluntad, capaz de enfrentar sin claudicación la más cruel de las enfermedades y sin desvarío las mieses del poder; cercano, cariñoso y entregado a su familia; magnánimo en el triunfo, virtuoso en la derrota; ejemplo de rectitud intelectual y política; culto sin pedantería; humildemente brillante; amigo hasta de las piedras.


En su velorio se dijo, y dijo bien: "Por Don Luis bien salen las lágrimas".


Descansa en paz Papá, merecido lo tienes.

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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