EL IFE A LA DISTANCIA

Democracia in vincoli

Democracia in vincoli

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Decíamos en la entrega anterior que es moda electoral confundir independencia con autonomía. Aclarábamos que en los términos en que los maneja la Constitución, son conceptos diversos e implican acciones diferentes. Hablemos hoy de independencia. El vocablo, por un lado, aduce a una relación, en este caso negativa, de no dependencia o sujeción a otro. La independencia es de suyo un concepto relativo, toda vez que no se puede ser absolutamente independiente de todo mundo en todo tiempo. El hombre es un ser necesitado y social, y toda relación implica forzosamente un intercambio de poder en donde cada parte impone alguna de sus exigencias y soporta otras a cambio. Por otro lado, la independencia se refiere a una facultad, la de ser libre. La libertad se inserta en el mundo del debe ser, no del ser, mundo donde las cosas pueden ser de muchas maneras, precisamente porque responden al libre albedrio de los hombres, a su voluntad. Por eso, un viejo político escribía de joven "la voluntad y la libertad están entre sí amarradas, en el fondo son la misma cosa. Cuando las piensas como una sola cosa, se llama res-pon-sa-bi-li-dad". Pero la libertad tampoco puede ser absoluta, de entrada tiene por límite la libertad del otro. Como dos caras de una moneda, independencia se refiere a "de quién se es independiente", en tanto que libertad a "para qué y cómo se es independiente".

Si hablamos de independencia, no de autarquía, tenemos que aceptar que el órgano electoral se halla inmerso en una realidad que lo penetra e influye, y que a la vez es impactada y modificada por él. Pero en esta interrelación insalvable, lo importante es que ningún actor social, político o económico ejerza un poder tal que sujete a sus intereses la toma de decisiones. Luego entonces la independencia es una no dependencia, pero no sólo con relación al gobierno, como se ha querido entender, sino con cualquier ente social. Porque ser independiente del gobierno para terminar siendo dependiente de un tercero sería el peor escenario posible, ya que al menos el gobierno puede aducir una representación política y un interés general; representación e interés que nadie más puede alegar en su favor.

Por lo que corresponde a la acepción de libertad, ésta también tiene sus límites y condiciones. El órgano electoral es libre, sí, pero para llevar a cabo las atribuciones que la ley expresamente le otorga. En algunos casos esa libertad no existe: la autoridad electoral no es libre para cambiar la fecha de la elección, la composición del Congreso o las fórmulas de asignación de representación proporcional. Tampoco lo es para actuar con arbitrariedad o en franca ilegalidad. El IFE es un órgano de Estado que realiza actos de autoridad y como tal está sujeto al principio y control de la legalidad. Allí está para acreditarlo todo un entramado jurisdiccional, instaurado precisamente para asegurar que todos los actos y resoluciones de la autoridad electoral se sujeten invariablemente a la observancia de la ley

El problema se da cuando se confunde ese margen de libertad con un apostolado libertario. Una cosa es actuar con libertad dentro de la ley en el cumplimiento de una atribución pública, propia del Estado y no del individuo que la ejecuta, y otra muy distinta es asumirse como "libertador", inclusive por arriba de la Ley. "La libertad, nos dice Krauze, pertenece al orden de la política, la liberación linda con la religión. La primera es práctica, limitada y concreta: su territorio es la responsabilidad. La segunda es metafísica, absoluta y abstracta: su ámbito es la ciega convicción".

Cuando en la Constitución se introdujo como principio electoral rector la independencia, y luego cuando se modificó el texto para garantizar que la autoridad electoral sería independiente en sus decisiones, nunca se tuvo en mente la idea de una democracia encadenada en alguna pestilente y oscura mazmorra a la que el órgano electoral, cual Rambo ciudadanizado, tuviese por misión liberar a sangre y fuego. Más bien se pensó en la creación de un órgano técnico, permanente y profesional que organizase las elecciones y, para ello, se le dotó de los instrumentos y facultades necesarias para hacerlo de la mejor manera posible. Los criterios que imperaron fueron los de eficiencia, legalidad y legitimidad, nunca los de une cruzada libertaria donde la democracia jugase de Santo Grial.

Cuando en el órgano electoral hay quien empieza a confundir su función pública con un sacerdocio democratizador, las cosas sólo pueden ir mal. Cuando en el órgano electoral hay quien confunde la libertad para decidir y actuar, dentro de la ley y ámbito competencial, con una lucha libertaria para rescatar a la democracia de su presidio, encadenamiento y tortura, las cosas sólo pueden terminar peor. En ambos casos se transita de una facultad práctica, limitada, concreta y regida por la ley, que tiene por medida la responsabilidad, en este caso pública; a un apostolado metafísico, absoluto, abstracto y dogmático, que sólo acepta por parámetro la ciega fe en su lucha contra el mal.

La democracia en México no demanda cruzados ni mártires propiciatorios. Demanda, sí, por un lado, ciudadanos actuantes, vigilantes, responsables y exigentes; por otro, partidos comprometidos con la democracia, sus reglas y consecuencias, así como con la ciudadanía y la política, y no comerciantes de prebendas que solo aceptan reglas y resultados cuando los benefician; finalmente requiere de funcionarios profesionales, serios y discretos, convencidos de que la democracia es un proceso social, no una doncella encadenada y que, por ende, requiere de modestos artífices cuyo incansable y callado trabajo permita su pleno ejercicio; no de libertadores epónimos cuyo protagonismo lo entorpezca.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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