PARRESHÍA

El creador de símbolos

El creador de símbolos

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A la simbología no le interesa la veracidad.

Perdemos el tiempo quienes enderezamos razonamientos y argumentos contra algunos procederes del presidente López Obrador; nos equivocamos de cabo a rabo.

López Obrador no maneja razones, argumentos, silogismos; él maneja la lógica y el lenguaje de los símbolos.

No discurre, califica, etiqueta, estigma; reduce a símbolos fácilmente digeribles la discusión y, haciéndolo, la cierra al hacerla imposible. Qué razonar con un conservador corrupto; qué deliberar con un fifi explotador; qué argumentar con los enemigos de la patria, si el pueblo solo entiende símbolos como el avión que ni Obama, la mafia del poder, el aeropuerto de la corrupción, los 600 mil pesos de sueldo, el fraude electoral; símbolos todos que no requieren prueba ni argumento, que se venden por sí solos y que, además, son esencialmente irrefutables, a menos que se ubique uno del otro lado de la raya, con los adversarios culpables de todo mal pasado, presente y, sobre todo, futuro.

Ahora bien, cuando las cosas se le enredan y se ponen color ojo de hormiga, siempre queda el símbolo mayor, paraguas de todo mal y enemigo: la corrupción, especie de satanás de la inquisición democrática.

A la simbología no le interesa la veracidad, no tiene compromiso de parreshía; no importa si sale más caro vender el avión que quedárselo, cancelar el aeropuerto que terminarlo, exhibir a chivos y cerditos por fraude electoral, imputar sueldos inexistentes, consultas de closet, o pedir permiso a la Madre Tierra para hacer el Tren del Capricho, que lo importante es el efecto buscado en sus clientelas, no la verdad. Son como las Brujas de Salem o las amenazas a la seguridad interior norteamericana, espectros generados para alienar al pueblo en sus miedos y rencores, para manipularlo y controlarlo.

Estamos sin duda frente a un hábil comunicador de símbolos y rencores, pero el gobierno es de hechos y resultados, no de narrativas e imaginarios sociales. Una cosa es concitar voluntades para adorar al santísimo en persona y otras, muy distinta, para generar una unidad de acción efectiva sobre la realidad. Nos quejábamos, y con razón, que para Peña todo era publicidad, y muy mala, por cierto; sin embargo, para López, todo es simbología y percepción de sus feligreses, todo y todos lo demás que existan le son despreciables y desechables, adversarios, conservadores.

Movilizar es una cosa, resolver los problemas que subyacen en su origen de realidad es otra. Simbolismo y gobernanza no necesariamente se corresponden.

López Obrador aprovecha el problema y su malestar, pero no actúa para resolverlos, sino para crear símbolos socialmente explotables.

El problema vendrá cuando a la mayoría de excitados por la simbología en uso se les venga encima la realidad irresoluta, con sus costos sociales, económicos, culturales y políticos. E gran problema es que ello puede durar decenios de desgastes y polarizaciones.

La simbología en curso tampoco se hace cargo del actor disruptivo violencia y crimen organizado, que se expande social, territorial y calladamente, mientras el Estado pierde el tiempo en enredos de visión electorera y de control político, repetimos, no de gobernanza.

La discusión, pues, es de y con símbolos, no con razones, argumentos y datos duros.

Se requieren encontrar expresiones que simbolicen la realidad y sus costos, frente a la ilusión y sus sueños; las libertades y derechos en riesgo; las pérdidas reales de cara a los espejismos del populismo; que muestre a flor de piel los damnificados del pejismo que anuncian su arribo y multiplicación para febrero marzo del año que entra.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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