PARRESHÍA

Libertad de palabra y profesión de verdad

Libertad de palabra y profesión de verdad

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Binomio derecho y obligación en política.

El presidente López Obrador reclama libertad de palabra y derecho de expresión para contestar a sus críticos; libertad y derecho que consagra la Constitución en igualdad de condiciones para todos los mexicanos y que, en los hechos, le asisten al mandatario, como a todo aquél que discrepe, a su vez, de su parecer y expresión.

Por igual, López Obrador hace valer su derecho de réplica a medios que, a su juicio, no se conducen con verdad o profesionalismo; que también consagra la Constitución y asisten al mandatario como a cualquier otro ciudadano.

El problema es que López Obrador entiende ambos derechos -y la libertad que los sustenta- para decir lo que le venga en gana y, allí sí, no le asiste derecho alguno; antes bien, violenta una obligación con la política, la democracia y, en no pocas ocasiones, con la verdad. Derecho y deber son intrínsecos al ejercicio del poder: todo derecho del presidente implica una obligación a su cargo. Tiene derecho a gobernar, pero obligado por la ley; tiene derecho y libertad de palabra, pero obligado a la verdad, a las libertades de otros y a la pluralidad; tiene derecho a discrepar, no a estigmatizar.

Una cosa es la libertad y el derecho de expresión, y en su caso de réplica, y otra la profesión de verdad y el respeto al derecho ajeno.

La libertad de palabra es de suyo un problema político que adquiere alcances y connotaciones diferentes si se ejerce en una democracia o no, y si se despliega desde el poder o no.

En una democracia todos tienen libertad de palabra en igualdad de condiciones, asimismo, hay algunos que por su posición, función pública o capacidades personales tienen más ascendencia que otros; en ambos casos, quien haga uso de ella y en las condiciones y circunstancias que le correspondan, tiene un compromiso con la verdad y corre con los riesgos inherentes a ejercitar su libertad.

Ahora bien, quien goza de mayor ascendencia, ya por la posición que ocupa, el poder que detenta, la cobertura que logra o sus conocimientos y reconocimientos, se encuentra más obligado con la verdad y, por supuesto, corre mayores riesgos.

Pretender hablar a toda hora y de todos los temas, y esperar siempre la unánime coincidencia y aplauso monolítico, no solo es absurdo, sino ajeno a una democracia fundada en la pluralidad y, por ende, en la discrepancia y las libertades que la permiten, y cuyos derechos reclama el gobernante, cuando de defenderse se trata.

Quien gobierna está obligado a la verdad, pero, además, a expresarla con claridad, transparencia, exactitud; logos, dirían los clásicos, y, sin duda, valor para arrostrar las consecuencias. Pretender todos los derechos y las libertades sin ninguna responsabilidad es un contrasentido. Subirse al ring amenazante y llamarse ofendido al primer lance, está fuera de lugar.

Ser primer mandatario es ser primer responsable.

Dice Tucídides: "Discernir el interés público, pero no hacerlo ver con toda claridad a los conciudadanos, es exactamente lo mismo que no reflexionar en él. Tener esos dos talentos y ser malintencionado con la patria, es condenarse a no dar ningún consejo útil al Estado." El historiador plantea dos vertientes claramente diferenciadas, por la primera exige claridad sobre la expresión sobre el interés público, ya que, sin haberla, la expresión es nula y acusa ausencia de reflexión sobre el tema concreto. En la segunda, el supuesto parte de que el de la voz goza de reflexión y claridad, pero tiene mala intención para con la patria, lo que lo condena a no serle útil y, posiblemente (agrego yo), dañino.

Esta segunda hipótesis no es un problema de capacidad sino de intención, que desarrolla Isócrates, también en dos vertientes: cuando hace valer ante la asamblea: "veo que no acordáis a los oradores igual auditorio; que a unos prestáis atención, mientras que no toleráis la misma voz de otros. No es en absoluto sorprendente, por lo demás, que obréis así: pues siempre habéis acostumbrado expulsar a los oradores que no hablan de conformidad con vuestros deseos."

Cuando al servilletazo en la línea de flotación que les propinó Meade, contestan con descalificaciones de lavanderas (con todo respeto a ellas), no procesan la discusión: la cierran, la hacen inútil para el Estado, inexistente, sorda. Y, obviamente, desigual y discriminada.
Imponer un solo discurso, una sola verdad, es imponer silencio y miedo.

Cuando se diferencia y estigma sobre el ejercicio del mismo derecho y libertad, cuando se amenaza o descalifica a los que no comparten nuestro punto de vista, se daña la libertad, el derecho, la democracia, la verdad y la política. Se enfrenta y divide a la sociedad. Más aún cuando se hace desde el sitial de poder: la responsabilidad primigenia de todo gobernante es la convivencia civilizada, no el estado de naturaleza.

Continúa Isócrates en una segunda vertiente: "Y lo más peligroso de todo es que a quienes escenifican frente a los griegos las faltas del Estado prodigáis más reconocimiento que no acordáis siquiera a quien os procura el bien, y que frente a quienes os amonestan y reprenden, mostráis un humor tan malo como ante las personas que cometen algún perjuicio contra el Estado." Es decir, que son benevolentes ante quienes en el teatro"performan" o presentan un espectáculo; pero no toleran la crítica directa, ciudadana y contraria. Aquí ya no solo se combate o descalifica el decir veraz, sino se premia el decir no veraz. Si permiten, el decir entrópico.

"Habéis logrado que los oradores profesionales se afanen y consagren su destreza, no a lo que ha de ser útil al estado, sino al medio de pronunciar discursos que sean de vuestro gusto." Tal es el caso y propósito de fijar diariamente la agenda pública, para orientar, incitar o abiertamente manipular la discusión política sobre los temas que son de su interés y deseo, y no sobre aquellos que por su envergadura debieran tener nuestra entera atención, o los que libremente cada quien determine; es inducir a que lo hagamos constreñidos a la narrativa diariamente impuesta. En este último caso, la posición y función públicas y el poder, se utilizan para distraer en una especie de perversión del ascendiente que se tiene sobre la audiencia y del decir mediáticamente amplificado, o bien de la oportunidad y asertividad del decir.

En un caso se rompe la igualdad de la libre expresión y derechos, anatemizando al que difiere: "las cuentas alegres de un triste hombre". En otro, la libertad, verdad y ascendiente se depravan para engañar, distraer, ocultar, manipular: el twitt trumpiano de cada mañana o su versión tropicalizada de conferencias mañaneras. En no pocas veces ambos extremos se juntan (descalificación y artificio), buscando generar caos y enfrentamiento que ocupen a la ciudadanía y la distraigan del quehacer público, de las obligaciones puntuales del gobernante y de su rendición de cuentas.

La adulación no es otra cosa que falsear el decir, "tomar los que el oyente ya piensa, formularlo por cuenta de uno mismo como discurso propio y devolverlo al oyente, que queda con ello tanto más fácilmente convencido y seducido cuanto que se trata de lo que él dice" (Foucault). La igualdad ante la ley da voz a todos, tanto al veraz como al falsario, el discurso adulador es una mímesis, una imitación del veraz, que se presenta en dos vertientes, del individuo hacia el poder, para congraciarse con él, y del poder hacia el pueblo para engatusarlo.

Platón en La República desarrolla esto último hablando del sofista y la masa; aquél, dice, observan al Plethos, la masa polimorfa, indiferenciada, maleable, como quien estudia "los movimientos instintivos y los apetitos de un animal grande y robusto, y después de haber estudiado el mejor modo de acercársele y tocarlo, en qué ocasiones y por qué causas es feroz o apacible, con qué diferentes rugidos acostumbra hacerse entender y cuales son las voces que lo amansan o lo irritan, después de haber estudiado todo esto, digo, a fuerza de experiencia y tiempo, lo tuviera por ciencia", para luego, agregamos nosotros, aprovecharse de ella explotando sus iras, miedos y apetitos, lo más irracional de su ser; hablarle en su lengua, hacerse su eco para endulzar sus oídos y hacer de ella su rehén.

Finalmente, hay quien abusa de la palabra, quien, "encaramado en la tribuna, dice y hace lo primero que se le pasa por la cabeza. Un día envidia a los hombres guerreros, y se hace guerrero; otro día, a los hombres de negocios, y se lanza al comercio. En una palabra, no conoce ni orden ni límite", nuevamente Platón en La República. Para Polineces, por cierto, quien ejerce el poder sin límites está loco.

Por esas razones López Obrador, en su calidad de presidente, no puede reclamar derecho a decir lo que le venga en gana y menos a un decir rijoso; su encargo e investidura lo obligan con la democracia, léase Estado de Derecho, libertades, pluralismo y política; a límites, por sobre todo de verdad, respeto y mesura.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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