PARRESHÍA

Conversación e hipnosis

Conversación e hipnosis

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Psicología de la horda.

Quien aquí entre me hará un honor; quien no entre - un favor.
La Mañanera.
(Poema anónimo citado por Nietzsche)



En estos tiempos de cacofonía, es importante escoger nuestras conversaciones. Habría que empezar por distinguir cuáles realmente lo son y cuáles responden a otras dinámicas, muy ajenas al intercambio de puntos de vista, deliberación, raciocinio y posible construcción de acuerdos.

Hay parlamentos cifrados en imágenes e impulsos sensoriales intensos, refractarios a toda conversación y razonamiento colectivo. Hay pseudo-conversaciones que responden a códigos y objetivos deliberativos que, haciendo uso del mismo lenguaje, otorgan a las palabras significados distintos, exclusivos de una determinada

El término es de Gustave Le Bon (1841-1931), quien también describió el fenómeno como una “alma colectiva”, refiriéndose a ese “ser provisional”, compuesto por “elementos heterogéneos (…) soldados por un instante” en una multitud “que les dota de alma colectiva. Esta alma les hace sentir, pensar y obrar de manera por completo distinta de como se sentiría, pensaría y obraría cada uno aisladamente.”

El tema nos lleva al mundo del inconsciente que rige muchos de nuestros actos desde las profundidades de pasados remotos y ajenos, y del propio pasado auto-reprimido.

Para Le Bon, y también para Freud, la multitud borra las represiones conscientes y permite el surgimiento del inconsciente social en una homogeneización de lo heterogéneo propio de las individualidades aisladas.

Ello es así por tres razones: primero porque el “número” de la multitud brinda una sensación de fuerza invencible que permite a los instintos surgir sin las cortapisas que, en lo individual, permanecerían reprimidos.

El número también facilita el anonimato y con él, el derrumbe de las barreras propias de la responsabilidad. Toda multitud “abriga un sentimiento de omnipotencia.” (Freud)

La segunda razón es un fenómeno de “contagio mental”. En la multitud todo es contagioso -cual pandemia tan en moda- y ante ello el individuo cede, se entrega, se contagia; incluso de circunstancias adversas a su propia conservación.

Freud, por su parte señala que el contagio suele responder a una “exaltación e intensificación de la emotividad (…) los individuos de una multitud experimentan una voluptuosa sensación al entregarse ilimitadamente a sus pasiones y fundirse en la masa, perdiendo el sentimiento de su delimitación individual.” Mac Dougall, otro estudioso del tema, llama a este fenómeno “el principio de la inducción directa de las emociones por medio de la reacción simpática primitiva.” Pero no es solo “inducción afectiva primaria”, es sobre todo sugestión: a mayor el número de individuos involucrados se “intensifica por inducción reciproca la carga afectiva.” (Freud)

Por la sugestión, la “afectividad queda extraordinariamente intensificada y, en cambio, notablemente limitada la actividad intelectual”. Paradójico, “cuanto más groseras y elementales son las emociones, más probabilidades presentan de propagarse de este modo en la masa.” Este efecto llega, incluso, a que “inteligencias inferiores atraen a su propio nivel a las superiores” (Freud), ello debido a la disminución de la consciencia de responsabilidad antes mencionada y a la cesación del raciocinio, que es la tercera razón: el efecto del contagio expresado en una especie de estado hipnótico.

En la hipnosis, el hipnotizado se entrega acríticamente en manos del hipnotizador. Sus funciones cerebrales cesan y asume la actitud del esclavo o de zombi de sus actividades inconscientes, que el hipnotizador maneja a su entero arbitrio. La personalidad del hipnotizado desaparece, carece de conciencia de sus actos. Sin personalidad consciente, predomina la inconsciente y con ella los sentimientos orientados por contagio y sugestión -no las razones-. Un “autómata sin voluntad”, concluye Le Bon.

La hipnosis tiene mucho de “enamoramiento desgraciado”: es tal la pasión erótica (necesidad de satisfacción sexual) que el yo se hace cada vez “menos exigente y más modesto” frente al objeto de su amor, al que le imputa caracteres cada vez más “preciosos y magníficos, hasta apoderarse de todo el amor que el yo sentía por sí mismo, proceso que lleva, naturalmente, al sacrificio voluntario y complejo del yo. Puede decirse que el objeto ha devorado al yo.” En este estado, “todo lo que el objeto (en este caso el hipnotizador) hace o exige es bueno e irreprochable. La conciencia moral cesa de intervenir en cuanto se trata de algo que puede ser favorable al objeto, y en la ceguera amorosa (hipnótica) se llega hasta el crimen sin remordimiento.” (Freud) De allí que el mismo autor concluya: “La relación hipnótica es un abandono amoroso total con exclusión de toda satisfacción sexual.” Anotemos esto para calibrar las posibilidades de una conversación política en estas circunstancias.

“La masa primaria, concluye Freud, es una reunión de individuos que han reemplazado su ideal del 'yo’ por un mismo objeto, a consecuencia de lo cual se ha establecido entre ellos una general y reciproca identificación del 'yo’.”

Importancia capital asume en todo esto el papel del hipnotizador, que no necesariamente tiene que ser visible y menos identificable. Tal es el caso, por ejemplo, de las redes. Aunque, en tratándose de la relación entre la figura de un líder carismático (Weber) y la psicología de las masas (Freud y Arendt), su presencia, más que ostensible, es vital.

El propio Freud, con base en Darwin, sostiene que la psicología colectiva es más antigua que la individual y responde en el inconsciente social a la “horda prehistórica” y toda horda precisa de jefe: “los individuos componentes de una masa precisan todavía actualmente de la ilusión de que el jefe los ama a todos con un amor justo y equitativo, mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie, puede erigirse en dueño y señor, aunque absolutamente narcisista, se haya seguro de sí mismo y goza de completa independencia.” En el caudillo, por su parte, se suele dar una ensalada maniaca, de suerte que “el sujeto, dominado por un sentimiento de triunfo y de satisfacción, no perturbado por crítica alguna, se siente libre de toda inhibición y al abrigo de todo reproche o remordimiento.” Por otro lado, menos visible, vive atormentado por “la miseria del melancólico”, por la que él mismo en su fuero inconsciente se condena implacablemente con la “manía del empequeñecimiento y de la autohumillación.”

Más, regresemos a nuestro tema. Si el hipnotizado, en lo individual, entrega todo su poder al hipnotizador, la horda lo hace con el jefe: “la masa requiere siempre ser dominada por un poder ilimitado” (Freud). Según Le Bon es ávida de “una inagotable sed de sometimiento.” Y así como el enamorado adolescente rinde todo su ser al amado, la horda lo hace al caudillo.

Esto es, según Le Bon, porque en multitud, el hombre se retrotrae a estados primitivos o infantiles. Por ello “la multitud es impulsiva, versátil e irritable”. Nada en ella es “premeditado”, aunque sí lo sea en el hipnotizador.

Ahora bien, estas características hacen a la multitud inmediatista: no soporta aplazar su deseo; pero también inconstante: nada en ella persevera; tan pronto alcanza una satisfacción o muda la avidez del deseo, opta por otra u otro en escala siempre incremental, de allí que pueda llegar a facetas sanguinarias de guillotina o linchamiento.

Al carecer de sentido crítico, nada le es inverosímil ni prohibido a la multitud.

Al moverse por sensaciones, piensa en imágenes y reacciona a “impulsos intensos”. Recordemos que sugestionar se corresponde con los significados “incitar” y “estimular”, en tanto influencias efectivas, aunque carentes de fundamento lógico suficiente. Se responde entonces a impulsos, no a ideas ni raciocinios, de allí que el significado del lenguaje, siendo éste la lengua de todos, no responda a los mismos códigos de una comunicación propia de conceptos y razones. Hay aquí un abismo, no solo del significado de las palabras, sino del ser mismo de la conversación: en ésta ya no se conversa, se hipnotiza.

En la multitud, las certezas son reactivas y automáticas, por supuesto acríticas; el radicalismo le es consubstancial: basta una antipatía para “constituir en segundos un odio feroz”.

Y el odio, recordemos, es un impulso tan potente y ciego como el amor. Es precisamente en tratándose del odio colectivo, que Freud nos habla del “sentimiento de solidaridad en las masas”. En la multitud se da una especie de atrofia de la libido (satisfacción de necesidades individuales), el yo renuncia a lo que le es personal (narcisismo) y, a través, de la sugestión encuentra en el arrastre de la masa un “amor a los demás” que, generalmente, se expresa en odio hacia otros ajenos a la horda. Es este odio lo que genera lazos afectivos semejantes. Es curioso, porque el odio a otro, borra todas las diferencias entre los miembros de la multitud, aún siendo éstas más profundas que odio que los concita, por eso Freud encuentra que la formación colectiva establece nuevos lazos libidinosos en los miembros de la misma. Los instintos eróticos personales se ven desviados hacia fines primitivos.

Hablando del odio, Jankélévitch alega que el objeto de éste “no es el extranjero más lejano, sino, paradójicamente, el ser casi idéntico –apenas diferente–.” Cottet, por su parte señala: “no necesitamos pensar para odiar, a condición de que el sentimiento de existir sea enteramente función del odio. Gilles Deleuze recuerda las últimas páginas de la Ética de Spinoza: ‘La mayoría de los hombres no se sienten existir más que cuando padecen. No soportan la existencia más que al padecer’. Dicho de otra forma: ‘Tan pronto como cesa de padecer, el ignorante cesa al mismo tiempo de ser’.” (Spinosa) Muy por el contrario, Arendt sostiene que para odiar es menester el otro, la intersubjetividad, y para ello es necesario pensar. No le preocupa si es cercano o no. Eichmann, alega, formaba parte de una maquinaria de muerte que partía de la no otredad; que eliminó del pensamiento al otro y su sufrimiento. No hay odio si el otro no existe. Como sea, las masas y sus maquinarias de la muerte (totalitarismos) despiertan de su represión al impulso del odio en el hombre, lo desinhiben, lo exponencían, lo reproducen.

Inútil pretender razonar con la horda, ésta solo responde a imágenes, sensaciones y mantras inoculados. Frases hechas de gran intensidad y poder pavloviano. La repetición maniaca de los mismos mensajes encapsulados le es adictivo a la masa. La multitud otorga a ciertas palabras y formulas poderes mágicos, mientras que niega todo poder a argumentos y razones. La multitud solo entiende y responde a simplezas escandalosas y absurdas. La verdad no tiene peso alguno para la multitud, ésta vive de “ilusiones”.

La ilusión es para la multitud irrenunciable e inconstratable. Por ello lo irreal y lo real se le confunden, aunque otorgue siempre mas fuerza a lo irreal por más absurdo que parezca. Esto responde al “predominio de la vida imaginativa y de la ilusión sustentada por el deseo insatisfecho” propio del neurótico, para quien la realidad objetiva carece de total valor frente a su “realidad psíquica”.

Pero, la multitud es, además, autoritaria e intolerante, todo lo interpreta en gradación de fuerza. La bondad la entiende como debilidad. Lo más paradójico y “parajodico”, sin embargo, es que siempre se somete a una fuerza que, mientras más violenta, más efectiva. Toda multitud, en su omnipotencia, “quiere (necesita) ser dominada, subyugada y temer a su amo.” (Freud)

Y volvemos a topar con el hipnotizador, en este caso, en la figura de jefe y bajo la característica de prestigio: “especie de fascinación (que) paraliza todas nuestras facultades críticas y llena nuestra alma de asombro y de respeto.” (Freud)

Resumamos en cita de Mac Dougall: “tal masa es sobremanera excitable, impulsiva, apasionada, versátil, inconsecuente, indecisa y, al mismo tiempo, inclinada a llegar en su acción a los mayores extremos, accesible sólo a las pasiones violentas y a los sentimientos elementales, extraordinariamente fácil de sugestionar, superficial en sus reflexiones, violenta en sus juicios, capaz de asimilarse tan sólo los argumentos y conclusiones más simples e imperfectos, fácil de conducir y conmover. Carece de todo sentimiento de responsabilidad y se haya siempre pronta a dejarse arrastrar por la conciencia de su fuerza a violencias propias de un poder absoluto e irresponsable.”

El "yo”, diría Freud, se sacrifica al objeto o "yo idealizado" en la multitud. Las razones pueden ser múltiples, pero el resultado siempre es el mismo: sumisión absoluta.

Ahora bien, no toda colectividad es masa o multitud, la diferencia radica en la organización y normatización de las mismas, lo que implican la no disolución del yo en el amasijo y la sinrazón.

Lo que hay que tomar en consideración, es que toda masa es esencialmente inestable y el “prestigio” del líder “depende siempre del éxito y desaparece ante el fracaso.” (Freud) De allí su necesidad, patológica, de presencia constante e incitación permanente. Las masas como las bicicletas, si se detienen se caen. Hitler necesitaba incesantemente de las grandes concentraciones, desfiles y saturnales nazis para excitar sin tregua la pasión e hipnosis de sus seguidores. Goebbels lo secundaba con la omnipresencia de su propaganda. ¿Cuál será su versión hoy en redes?

Lo más curioso es que los discursos de Hitler nunca fueron publicados en Alemania. Se les conoce por la recopilación que de ellos hicieron los servicios de inteligencia ingleses. ¿Por qué la maquinaria goebbeliana no publicó los discursos del Führer? Porque eran ininteligibles, porque Hitler nunca habló a la razón de sus audiencias; movía sensaciones, estimulaba ardores; era más histriónico que orador, más hipnotizador que gobernante.

“Un nuevo mundo feliz” y “1986” fueron hace mucho rebasadas por los hechos. Actualmente muchos de los líderes hablan ante auditorios a los que no les dicen nada, ni contestan nada, ni explican nada; porque no le hablan a los allí presentes, sino a “su horda”, en su lenguaje, con sus significados, con sus imágenes, con sus frases mágicas, con sus ritos secretos, con sus estímulos ígneos; pedalean la bicicleta llamada masa para que su impulso sensorial e hipnótico no cese.

De allí que debamos escoger nuestras conversaciones e imponer a ellas reglas mínimas de comunicación. Por ejemplo: discursar sobre lo que se somete a la conversación, sin derivar a temas ajenos que solo buscan cambiar la conversación o fugarse de ella; escuchar; respetar al interlocutor. Por, sobre todo, humildad, apertura, raciocinio, autenticidad.




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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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