PARRESHÍA

Miénteme por piedad

Miénteme por piedad

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Miedo a la verdad.

Hubo una vez un mundo regido por la verdad y la buena fe.

Cuando se entraba a una tienda, el tendero no sospechaba que lo fueran a asaltar y quien entraba no esperaba que aquél le vendiera gato por liebre. Quien se sentaba en un restaurante presumía buena comida, atención y precio, y el restaurantero que le pagaría el consumo. Se acudía al médico con la certeza de ser curado y el galeno no le jugaba a timador.

Pero algo pasó que ahora el tendero es quien roba, el restaurantero sirve veneno, el comprador no paga y el médico extirpa órganos para venderlos.

Hoy se miente sin pudor y sin tregua.

La buena fe solía presumirse y la mala fe requería prueba. Así, al menos, se enseñaba en las escuelas de derecho.

Ahora hay que exigir verdad, buena fe y seguridades por adelantado.

Nuestro viejo amigo Alberto Mario es un mentiroso contumaz e irredento, no le importa si le creen o no. Una mitad del mundo le cree diga lo que diga, haga lo que haga. Puede sostener que la tierra es plana, la luna de queso y la lumbre no quema, que sus ciegos seguidores le creerán hasta la ignominia y de regreso. Por igual, puede confesar su crimen en televisión nacional y con la daga empuñada, sangrante y aún encajada en el cuerpo del delito, que la otra mitad no le creerá, aunque volviese a nacer.

Para él, la verdad no tiene significado alguno. Mentir le es indiferente y no mentir absurdo. Exigirle un compromiso con la verdad le hace lo que el viento a Juárez.

Pero decir verdad es una obligación primigeniamente con uno mismo: quien se miente se engaña y al engañarse deviene incapaz de gobernarse a sí mismo. Y quien es incapaz de gobernarse a sí mismo no puede gobernar a los demás. Sócrates no huyó de la cicuta por lo que pudiera llegar a creer de él la opinión pública, sino para no destruir "la parte de nosotros mismos, sea cual fuere, con la que se relacionan la justicia y la injusticia". Esa parte, nos dice más adelante, es el ánima, de allí que se debe ser fiel a la verdad para evitar destruir nuestra esencia. "Conócete a ti mismo", rezaba el oráculo de Delfos, porque "el hombre es difícil de descubrir, y descubrirse uno a sí mismo es lo más difícil de todo; a menudo el espíritu miente a propósito del alma", enseñaba Zaratustra.

Foucault lo pondría así: es necesario "que el príncipe, en cuanto individuo, se constituya en relación adecuada consigo mismo que garantice su virtud, y también de manera tal que, debido a ello y gracias a esa enseñanza, llegue a ser un individuo moralmente valioso, un gobernante capaz de hacerse cargo y ocuparse no sólo de sí mismo, sino de los otros."

Tememos la verdad


Ahora bien, quien dice verdad se pone a riesgo, comete un acto valeroso y de libertad. La libertad, el riesgo y el valor de atar su ser a la verdad. No sólo ser "veraz" (decir verdad), sino "verídico": ser verdaderamente uno. Decir verdad y ser de verdad liga al sujeto con el enunciado y con la acción y, por ende, arrostra sus consecuencias. Aventurarse en y con lo hablado es decir verdad y ser de verdad; lo demás es parlotear.

Recordemos que política es discurso y acción, y aunque el discurso es ya en sí una acción, la ecuación completa exige que el discurso se plasme en hechos: no sólo logos, también acto. Fue Platón quien se avergonzó de la "posibilidad de pasar a mis propios ojos por un hombre de verba hueca, que nunca se decide a poner manos a la obra." Y en su mejor obra, "Don Q", López Portillo hace preguntar desde el inconsciente al consciente ¿por qué no te incendiaste; por qué no estallaste? Y el consciente responde: "Soy tan sólo una fuente, parece que inagotable, de palabras, comprensiones, razones, sinrazones, paradojas. ¿Y cómo me comporto? ¿He entregado un dolor por algo? ¿Me he apartado para renunciar a mi yoeidad? ¿He aceptado el dolor ajeno para redimirme? ¿Me he rebelado, siquiera? ¡Nada! Palabras, palabras, palabras. Logos, verbo y literatura. Eso: puro Logos, Verbo y Literatura. ¿Y mi voluntad? ¿A quién o a qué se la he dado? Pura desilusión en el entendimiento. Puro razonar, renegar y, en ocasiones, resignarme. ¿Y mi voluntad (…)? ¿A qué he entregado mi voluntad? (…) ¿Qué he hecho?" Y su inconsciente continua: "Ahí está la pregunta. ¿Qué has hecho (…), qué has hecho? Con tu voluntad de hacer, de comportarte, de crear. ¿Qué has hecho?"

Hoy todas esas cuestiones son irrelevantes: logos, verbo, literatura.

Hoy decir la verdad no tiene el menor valor; no sólo para quien miente, sino a quienes miente. Los hombres no queremos verdad. Tememos la verdad. Huimos de ella como de la peste. Somos adictos a la mentira, requerimos nuestra dosis diaria de mentira que nos permita soportar la realidad dopados. Hay en la mentira una gran dosis de cobardía.

Alberto Mario sabe de nuestro miedo a la verdad y de nuestra adicción a la mentira, por eso nos cuenta las mil y una mentiras. A nadie le importa que los hechos lo desmientan, mientras sigamos amaneciendo con nuestra dosis diaria de mentira.

Porque la verdad implica riesgo, valor y libertad, no sólo para quien la pronuncia, sino también para quien la asume, y nuestro temor a la verdad, al riesgo, al valor y a la libertad es superior a nuestro amor a la verdad. Preferimos seguir atados a la yunta del molino de trapiche de la mentira girando sin fin; enojarnos o aplaudir, twittear y renegar, creer o descreer, pero siempre en fuga, chapoteando en jugos gástricos, extraviados en nuestro laberinto maniqueo.

Somos tan creativos que a la mentira le llamamos postverdad, noticias alternas, otros datos.

Y mientras parloteamos mentiras, los muertos y las quiebras se cuentan por miles; avanza la deconstrucción de México y fenece lo ciudadano.




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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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