RAÍCES DE MANGLAR

Pati y Edgar (II)

Pati y Edgar (II)

Foto Copyright: canvas.com

—Bueno, ¿y si fuera el caso qué le dirías?

—Le diría que bailara conmigo hasta que todo ardiera, hasta que cada reproche o resentimiento cediera, que perdonara; no, que olvidara, borrón y cuenta nueva.

—¿Y por qué con la bebida? ¿Por qué borracho y no en tu sano juicio?

—Porque en mi desvarío puedo sentir todo, el escarnio, el disgusto ajeno, la intensidad del odio y el rechazo, y aún así me siento seguro, protegido por mi gesto estúpido, por mi babeante beligerancia y mi arrogancia oculta.


***

Su valor se esfumó al cruzar la puerta. Todo el ánimo que creyó sentir se le escurrió del cuerpo. Sólo le quedó la inercia y sus pulsiones, las ganas de siempre, las de vivir lo perdido, lo que anhelaba con obsesión.

Lo primero que se le ocurrió fue la Zona Rosa. Decidió adentrase donde sea que tocaran música de su gusto, comer algo y recapitular los eventos del día.

Avanzaba entre los tumultos de fin de semana, su cuerpo recorría velozmente locales y calles, pero, pese a su aparente agilidad y concentración, su mente se hallaba en estupor. Comenzaba a preocuparse de las conclusiones de Pati y recordaba sus palabras: "¿Qué tiene que pasar en tu vida para que cambies?"

Se sintió abrumado justo en la entrada una lonchería con música de radio y, aunque no era un sitio ideal para echar suerte a su recién estrenada libertad, decidió entrar para comer algo y aclarar los pensamientos. Pidió un sándwich y un refresco. Seguía furioso y algo desconcertado, masticaba con energía y daba grandes sorbos. Así estuvo un rato hasta que disminuyó su ansiedad. Entonces vio su reflejo en el cristal y se dio cuenta que literalmente habían pasado años desde la última vez que comió solo. Se sintió ridículo.

Comenzó a masticar más despacio y con menos fuerza. Comer tan rápido lo había hecho sentir pesado y al borde de la náusea. Se reclinó en su asiento, pensando en Pati. Sabía a lo que su esposa se refería, él mismo lo había pensado muchísimas veces.

Miró lo que quedaba de su sándwich en el plato, vio el pan aplastado, la servilleta arrugada y húmeda; también vio que su mochila estaba algo sucia. Por las prisas y el dramatismo la llenó con la ropa que pudo, pero no se dio tiempo de acomodarla así que parecía un bulto grosero. Intentó sacudirla, pero la mugre estaba pegada.

Se miró de nuevo en el cristal, esta vez de cerca y notó sus marcas de expresión, arrugas en la frente y migajas de pan en la barba. En el calor del momento él mismo se sintió un despojo, una cosa fea, indeseable y amorfa.

Era un hombre echado de su casa y largado sin contemplación, pero entendía que era culpa suya. Sabía qué era eso que Pati le reclamó, la cuestión que los llevó a terminar de golpe con años de matrimonio y que en realidad se había gestado en su imaginación muchas veces como una aspiración oculta. Aún así se aferró a su enojo. Sintió que todo ese autorechazo de alguna manera la complacería, así que prefirió hacer de lado la tristeza y refugiarse en el asombro de una libertad conquistada, como si todos los años de peleas y reproches cosecharan este momento.

Asomó de pronto su cinismo, tanto que las comisuras le dibujaron una sonrisa estúpida que no pudo evitar.

La noche caía y con ella la ciudad se iluminaba. Seguía enojado con Pati e incómodo consigo mismo. Le molestaba sentirse como un vagabundo cargando su enorme y sucia mochila entre calles llenas de gente joven y perfumada.

Era cierto aquello que Pati intuía: su esposo no era más que un hombre insípido y ramplón, exento de sentimientos sólidos y egoísta hasta la médula. Edgar lo sabía, como sea, no estaba dispuesto a darle la razón. Pagó la cuenta y salió con sed alcohólica hacia un antro.

(continúa)

#LFMOpinión
#RaícesDeManglar
#PatiYEdgar
#FranciscoCirigo
#Letras

Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

Sigueme en: