NOTICIAS

Militancias castrantes

Militancias castrantes

Foto Copyright: transporte.mx

De cómo la conversión revolucionaria terminó anulada en militancia partidista.

Hay un pensamiento apenas barruntado por Foucault donde señala que la acción política fue absorbida, enjugada y finalmente anulada por los partidos políticos, para así pasar de la experiencia y pertenencia a una revolución, a la experiencia de la revolución por la adhesión a un partido y, finalmente, llegar a la renuncia a la revolución: “los grandes conversos de nuestros días, dice, son quienes ya no creen en la revolución”.

El tema me cautivó desde hace mucho e invita a una reflexión más profunda que ésta que aquí intento.

Foucault aborda de paso el tema al analizar la conversión. Ésta, la conversión, parte de un apartarse de algo (de las apariencias), de infundir una visión focalizada, toda vez que el sujeto está desviado y mira hacia otra parte. Así, nos dice, la conversión es “un acontecimiento único, repentino, a la vez histórico y metahistórico, que sacude y transforma de una sola vez el modo de ser del sujeto (…) solo puede haber conversión en la medida en que, en el interior mismo del sujeto, se produzca una ruptura. El yo que se convierte en un yo que ha renunciado a sí mismo (…) a una nueva forma”.

Es en este sentido de ruptura y conversión que barrunta lo que llama la “subjetividad revolucionaria” que luego desliza al tema de cómo ésta es absorbida y anulada por la adhesión partidista.

Acudamos a Arendt para delinear el concepto revolución. Empecemos por señalar que, frente a la Revolución, la política y la palabra quedan inermes. Lo primero que muere en la Revolución es la palabra. Esto amerita una especial precisión: no hay política sin palabra: La política es acción y discurso, pero en la violencia —propia de la revolución— todo calla, primero las leyes —les lois se taisent—, dijeron en la Revolución Francesa, pero también los hombres. “La violencia, dice Arendt, en sí misma no tiene la capacidad de la palabra”, además que ésta, frente a aquella, se encuentra desamparada. Pero la Revolución no es solo violencia, es también libertad y novedad. Esto es muy importante, porque no hay verdadera Revolución en quien aspira al pasado, a la restitución. Ahí lo dejo.

El término Revolución fue por primera vez usado para la órbita celeste; sus orígenes, pues, fueron astronómicos: De revolutionibus orbitum coelestium. Tras la toma de la Bastilla Luis XVI alegó una revuelta: “C’est une révolte”, a lo que el duque de La Roche-foucauld Liancourt, respondió: “Non, Sire, cèst une révolution”, bajando de lo sideral y cíclico a lo político y excepcional, a lo “irresistible” de la Revolución. Ésta escapa del poder humano para poder detenerla. Una revuelta cualquier rey puede resistirla y domarla, no una Revolución, eso era lo que La Roche intentaba transmitirle al monarca.

La descripción de Arendt no oculta su maestría: “Esta multitud que se presentaba por primera vez a la luz del día era realmente la multitud de los pobres y oprimidos, a la que los siglos anteriores habían mantenido oculta en la oscuridad y en la ignominia. Lo que desde entonces ha mostrado ser irrevocable y que los agentes y espectadores de la revolución reconocieron de inmediato como tal, fue que la esfera de lo público —reservada desde tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de todas las zozobras que impone la necesidad, debía dejar espacio a la luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que está sujeta a las necesidades cotidianas”.

Famosa es la respuesta de Alexandrides narrada por Plutarco. Le preguntan a aquél, por qué los espartanos no cultivan su tierra, por qué se la dan a trabajar a los Ilotas; y éste contestó: “porque no los obtuvimos (esclavizamos a los Ilotas por las armas) para ocuparnos de ellos, sino de nosotros mismos”; para tenerlos trabajando por y para nosotros, y así ocuparnos de nosotros mismos.

Regresemos a Foucault: la conversión a la revolución es una ruptura que transforma al sujeto, ruptura que, en palabras de Arendt, es irresistible pero que, regresando a Foucault, es anulada al pasar de sujeto de un movimiento telúrico e indomable, a adherente de una organización política. Al menos así quisiera entender irían los pasos del filósofo de haber desarrollado su hipótesis.

Y bien, eso es lo que vivimos hoy. La conversión revolucionaria se convierte en el siglo XIX, según Foucault, en militancia partidista y, lo más importante, el sujeto, en este caso el ciudadano, en animal domesticado.

Permítanme ejemplificarlo con el fenómeno parlamentario conocido como el Party whip —látigo de partido— por el cual las dirigencias controlan a los legisladores de su partido. Aquél que no vote conforme la línea partidista es marginado de los estímulos, sobrecargado de castigos y dado de baja de las listas de próximas candidaturas y cargos de dirigencia: El voto en consciencia en las democracias modernas de partido es un suicidio.

Regresemos a la conversión revolucionaria y metámosla en el corcel de los partidos de masas y no quedará nada. De ahí que Foucault llegue a la conclusión que los grandes conversos de hoy “son quienes ya no creen en la Revolución”.

Dice Arendt que los que los agentes y espectadores de la revolución reconocieron de inmediato su irrevocabilidad. Todo revolucionario termina devorado por su revolución, de ahí que, quizás, en lugar de enfrentarla aprendieron a domesticarla en partido, organizarla en estructura y disciplina, y a amaestrarla en clientela.

Para que haya conversión el hombre debe abandonar las apariencias y centrarse en sí, hasta que en su interior tenga lugar un rompimiento y su posterior transformación en un torrente irresistible de voluntad. Pensemos ahora, qué hubiera sido de la Toma de la Bastilla bajo nuestro actual sistema de partidos. En la mañanera del día siguiente se hubiera negado y tachado de propaganda de los enemigos del movimiento, los voceros de los partidos —si sus infiernos domésticos se lo permiten— hubiesen hecho alguna destemplada toma de tribuna, un performance y alguna conferencia de prensa conjunta; por allí un furtivo desplegado de los siempre abajofirmantes, coberturas noticiosas inconexas, contradictorias, espectaculares y sosas a la vez; mesas de análisis del cartel de los intelectuales de siempre, un tsunami entrópico de memes algún libro de Poniatowska, si bien nos va, mientras la ciudadanía discute quién es quién en las mentiras o la distracción nuestra de cada día.

Será que hoy nuestros partidos son esas apariencias externas en el firmamento del espectáculo que distraen nuestra atención para evitar que centremos nuestras miradas en nosotros mismos y busquemos en nuestro interior esa ruptura que nos convierta en algo diferente y vivo, actuante. Porque los partidos no buscan lo diverso, sino lo semejante y uniforme; no quieren espontaneidad, sino fidelidad; no forman ciudadanos, sino rebaños.

Hoy, que a las puertas de nuestras casas tocan las llamas de una sociedad sin concordia, buscamos en nuestro instrumental político y encontramos que es éste, por decir lo menos, disfuncional.

El Movimiento hecho gobierno, no es siquiera movimiento, no mueve más que las tripas. No traduce nada en acción ciudadana y política, todo es postración y adoración, o reacción y bilis: en ambos casos distracción rumiante, entretención, sensación, emoción; no acción ni palabra en deliberación, sólo hay derecho a un monólogo delirante.

Por eso estamos extraviados buscando en las órbitas de los partidos una señal divina, en lugar de hurgar en nosotros por la revolución contra la revolución reducida a rebaño.

Toda conversión empieza en lo más incomunicable de nuestro ser, no en las militancias.

#LFMOpinion
#Parreshia
#Revolucion
#Partido
#Militancia
#Ruptura
#Conversion
#Sujeto
#Rebano

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

Sigueme en: