Rivalidad honrada
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“El problema político menospreciado en nuestros días por teorizantes sin médula y por traficantes sin escrúpulos”, dijo, es “la creación de un Poder Ejecutivo severamente controlado por las leyes, las instituciones y la opinión”. Era la Convención antirreeleccionista en 1929 y Vasconcelos protestando como candidato.
Sostenía, ¡iluso!: “tenemos más de un siglo de fracasar”. ¡Si nos viera hoy, a casi un siglo de distancia!
Y aducía el fracaso a censurar sólo los abusos de los inferiores, “pero sin atrevernos a señalar a los verdaderos grandes culpables de nuestro desastre nacional. Comenzaremos exigiendo del Presidente de la República lo que no ha podido ni pueden dar los inferiores (si conociera a los floreros de hoy), mientras no lo vean hecho regla en el de arriba; exijamos del Presidente, no sólo el respeto a la ley, cuya letra misma tantas veces se ha falseado, sino también el respeto de todas aquellas normas sin las cuales no es posible la vida civilizada”, como el respeto al contrario, a la verdad, al dolor ajeno, a la dignidad humana, a la recta razón.
De ahí que, refiriéndose a esas normas de conducta que hacen posible la vida civilizada, concluyera argumentando que “la creación de un valor humano comúnmente aceptado, la creación de un valor ideal que una las voluntades y sintetice las aspiraciones nacionales, es probablemente la más urgente de las necesidades de nuestra raza. Y así deberemos ver la política de estos instantes no sólo como voluntad que disputa los puestos del gobierno a una facción desprestigiada, sino una acción integral, que trata de organizar el destino entero de un pueblo amenazado de muerte”.
Para ello, no bastaba con crear un partido —hoy una alianza de ellos—: “es necesario también establecer, por lo menos, una especie de tácito entendimiento con las minorías y aún con los rivales honrados (interesante concepto). La base de este entendimiento es la convicción de que queremos llevar a todas las conciencias de que, si no se cambian las prácticas de nuestra vida pública, estamos condenados a la pérdida total de nuestra soberanía”.
A casi un siglo sus palabras son más actuales que nunca. Entonces, entre rebeliones armadas y un país desgarrado por fuerzas centrífugas, se creaban, sin embargo, grandes instituciones y aún con sus asegunes se buscaba civilizar el poder y cambiar sus formas y prácticas. Hoy, en lo más profundo de nuestra degradación como sociedad, derruimos lo que aún subsiste de vida institucional, atizamos la polarización, le jalamos los bigotes al México Bronco y bailamos todos los días el deliro mañanero del manicomio en que se ha convertido Palacio Nacional.
Urge hacer conciencia de que hoy y aquí nos jugamos soberanía y vida. Es cosa de dejar de escuchar teorizantes sin médula y a traficantes sin escrúpulos.
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