PARRESHÍA

Las redes de las redes

Las redes de las redes

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Mi querido amigo Octavio West me ha pedido publique en texto lo que desarrollé en video sobre las redes y LFMOpinion. Agradeciendo su interés, aquí va.

Las redes suelen atrapar en sus mallas, pero en las digitales, a diferencia de la telaraña, es la propia araña la presa inaugural.

No solemos percatamos, salvo quizás demasiado tarde, de los cambios que los instrumentos humanos operan en nuestras vidas, y del mundo digital —aún por cierto en construcción— poco es lo que hemos aprendido de los cambios que en nosotros imponen. Hay, además, un juego de masa—velocidad que lo hace aún más difícil percibir: el mundo digital maneja un volumen de datos y a una velocidad de procesamiento fuera de toda escala humana, de suerte que lo vertiginoso y el Big Data de su tecnología hace aún más lenta nuestra capacidad de aprendizaje, adaptación y consciencia de los cambios que a nuestro interior operan.

Estamos ciertos que, como todo instrumento humano, los digitales imponen nuevos comportamientos y percepciones, y así sabemos ya, aunque tal vez, repito, sin consciencia plena de su magnitud y profundidad, que han cambiado nuestra relación con la realidad, nuestra forma de leerla, de procesarla y de comunicarla; la percepción misma de nosotros y los demás, nuestros gustos, hábitos, entendimientos, valoraciones, dudas, miedos, diversiones y hasta creencias.

En no pocos casos el algoritmo no sólo nos lee para saber cómo atraparnos en sus redes, sino que incluso puede terminar perfilándonos, aún en contra de nuestros instintos y aprendizajes.

Hoy caminamos sin asideros, aprendiendo a base de caídas y cegueras los hilos que nos aprisionan, sus posibilidades y riesgos. Lo primero que voló por los cielos hecho añicos fue el discurso humano. Hoy vaga como paria hablándole a nadie. Su estructura y orden, sus tiempos y cadencias, su necesaria reciprocidad y respeto, incluso la compañía que lo hacía posible han desaparecido. Y con su ausencia se impuso lo vertiginoso del mensaje: la gente no tiene tiempo para escuchar, para discurrir el discurso, menos para contestarlo; ya no se diga para tratar de entenderlo. La escucha y la comprensión exigen tiempo y su velocidad responde a la velocidad del pensamiento y de la razón humanos, pero hoy la velocidad digital no responde a la de nuestras neuronas, sino a la de unos chips y circuitos electrónicos. Súmele que nuestra capacidad es de una conversación a la vez, cuando la máquina puede procesar grandes volúmenes de datos a la velocidad de la luz, lo cual deja nuestras capacidades en condiciones casi vegetativas. Por otro lado, ¿para qué deliberar, si ya hay inteligencia artificial y la inteligencia humana deviene entonces obsoleta, además de lenta y limitada? Y nosotros con ella.

Incluso ha cambiado la forma de conversar, ya no lo hacemos viéndonos a los ojos, nuestros diálogos son mediados por dispositivos y aplicaciones que responden a nuestro dedo (dígito), que desecha pantallas al ritmo de su yema. Un dedo que ha desarrollado poderes, autonomía y velocidades que mandan por sobre lo que vemos y oímos; un dedo déspota, autoritario y precoz, que discrimina y condena en instantes, que aún antes de que nuestra mente termine de procesar lo que nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen, dicta su sentencia discriminatoria e inapelable.

Hoy nada es procesado en sus méritos, todo lo es bajo los cánones de las redes y de su lenguaje. Un lenguaje de la inmediatez y el efectivismo; la gente quiere todo ya, ahorita, sin necesidad de ulterior procesamiento: dado, empaquetado, para llevar, consumir y desechar. Ya nada admite la paciencia del agricultor, del cocinero o de la preñada, todo es hoy y aquí, consumible de inmediato de suerte de acelerar el consumo y el consumismo: mientras más consumimos más queremos y más rápido lo queremos y aún más rápido lo eliminamos. Somos, dijo Bauman, una sociedad del desperdicio. Y si bien no podemos consumir bienes permanente e incrementalmente, si podemos consumir más y más rápido, e indefinidamente, emociones.

Y no dudo que pronto alguien aprenda a comunicar eficazmente bajo estos instrumentos, pero a los que nos tocó la brusquedad de su cambio nos ha resultado, y aún resulta, demasiado azaroso. Sobre todo, a quienes queremos discurrir con otros aquello que nos es común, porque las redes son eso: redes que pescan, cautivan, sujetan; ninguna telaraña se hizo para funcionar como ágora.

Las redes son propicias para banalizar, denigrar, ofender, fulminar, pontificar; nadie acude a ellas a ilustrarse y deliberar, en ellas se discute, mas no delibera, nada discurre, nada fluye, todo tiene que estar bien atrapado y sujeto. La reflexión exige una vía de ida y otra de vuelta, donde la consciencia pueda tomar consciencia de sí misma, pero las redes nada reflejan y menos dan oportunidad ni tiempo para ello. No es su función.

El mundo digital nos impone sus normas y comportamientos: busca velocidad, volumen y ganancia, estas tres condiciones se retroalimentan entre sí, y quien entra a las redes no se percata de ello hasta, quizás, demasiado tarde. ¿Quieres ser visto?, tienes que entrar a la velocidad digital y a lo telegráfico y emotivo de su lenguaje, tienes que generar un gran volumen de tránsito para la red y tienes que generarle grandes ganancias. De hecho, sin saberlo, trabajamos para las redes, no ellas para nosotros. Todos somos esclavos de las redes, todos les generamos ganancias, todos las consumimos, todos respondemos a sus impulsos.

Y cuando menos piensas ya no discurres, de ser ello lo que pretendes, porque si discurres pierdes velocidad y te sales del formato sucinto, vertiginoso y precoz, y más pronto que tarde terminas pontificando, denostando, ofendiendo, exagerando, hasta convertirte tú mismo en un espectáculo lamentable, un histrión, un payaso, un energúmeno. Las redes abren una ventana mínima de selección, en segundos eres desechado si no entras mentando madres, rompiendo puertas, incendiando la conversación; pero ese gancho hecho para atrapar niega en sí mismo todo respeto, empatía y conversación: las redes son jaulas de lucha libre, no espacios abiertos y civilizados para el intercambio de ideas.

Quien entra a las redes no se da cuenta, pero se contrata como vendedor, primero de la red, y luego de sí mismo, hasta quedar reducido en un producto mercantil y, como tal, moldeado, empaquetado, decorado y objetivado. En las redes no existe lugar para diferenciar el mundo privado del mundo público, de suerte que terminas a la larga en una especie de striptease digital, cuando no en un changuito de organillero.

Y allí radica el problema, quien busca discurrir no quiere venderse a sí mismo, sino comunicar un pensamiento, busca llegar y tocar al otro con su parecer, ansía conocer al otro y su opinión, pretende construir un espacio intermedio y compartido, un mundo común. Pero el mundo de las redes no busca construir nada en común, está diseñado para atrapar a los más posibles y lo más rápido que se pueda. No dispone de tiempo para discurrir, impone su parecer, cierra toda posibilidad de divergencia y libertad; no tiende puentes de reciprocidad, no le interesa lo que piensa el otro, sólo lo que deseas para poder tentarte y embaucarte. En las redes todos perdemos el carácter y la cualidad de sujetos: todos somos presas.

El nombre del juego es volumen. Mientras más tránsito consigas para la red, más ganas, aunque jamás como la red misma. Pero el volumen es un señor muy caprichoso que termina quitándote hasta la forma de andar. Lo importante es que seas lo que las grandes audiencias quieren que seas, así te conviertas en tu propia negación y te confundas con otros millones e indiferenciados en la uniformidad dictada por las audiencias. Y claro, ya no puedes hablar de lo que quieres compartir, sino de lo que las audiencias quieren oír y como le gusta oírlo. Y así, cuando te das cuenta, ya estás instalado en la banalidad, lo frívolo, las cancioncitas tontas, las poses, la estridencia, la moda, lo ridículo.

Las redes son un mundo muy competido y refractario a la razón y al pensamiento, son un mundo de emociones a flor de piel. Si quieres figurar en ellas no puedes ser respetuoso, prudente, ni racional. Las redes tienen más de circo romano de lo que se cree: si no hay sangre, descuartizados, decapitados y crucificados, no funcionan. “Sangre”, me dijo uno de sus paladines hace tiempo, “si no hay sangre no vendes”, y ya cuando llegaste a ello estás sumergido en el callejón de las trompadas, y si no arrancas orejas, acuchillas por la espalda, sacas ojos, denigras, infamas, incendias y asolas, fracasas de cabo a rabo: ni velocidad, ni volumen, ni ganancias.

Por supuesto que estas condiciones resultan muy propicias para muchos que precisamente no están dispuestos a deliberar, a escuchar, a aprender. Las redes son instrumentos inmejorables para confrontar y dividir, para envilecer, para distraer, para reventar todo diálogo civilizado, para evadir todo compromiso, para negar toda realidad, para culpar a otro, para hacer imposible todo acuerdo, para mentir impunemente, para mandar al diablo a las instituciones, para guarecerse en la cobardía, para convertir la convivencia civilizada en arrabal; para ladrar y morder como forma de vida, para convertir la acera de zona roja en plataforma política, para ostentar impunemente ignorancia, vulgaridad, incongruencia, traición y voracidad.

Pues bien, en lfmopinion (YouTube) hemos pagado ya nuestro bautizo de fuego en las redes y nos rehusamos a llevar nuestro discurrir a la velocidad digital, ni nos interesan los grandes volúmenes, ni aspiramos a las grandes ganancias. Menos aún estamos dispuestos a trabajar, sin saberlo, de cebo de redes. No aceptamos lo vertiginosos de las redes, porque, como lo dijimos en “La caverna digital” esa velocidad está diseñada para evadir el pensamiento y el razonamiento; no nos interesan las grandes audiencias, porque queremos llegar a los indicados: con un alma que toquemos nos damos por bien servidos, y tampoco buscamos ganancias al precio que sea.

Quizás nuestra apuesta sea suicida, quizás somo una especie en extinción. E pour si mouve.

Por tanto, ya no estaremos en la coyuntura, tampoco en el callejón de las trompadas, ni en la búsqueda desesperada de números al costo que sea. Seguiremos en nuestro humilde esfuerzo de formar ciudadanos.

Ojalá y nos puedas acompañar.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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