El mito llamado México
Madero postuló el sufragio efectivo, es decir, atendió a sus efectos, no a sus condiciones ni procesamientos. Así, nuestro sistema político nunca consideró que el voto tiene que ser libre y también el ciudadano, y ello derivó a que tras la Revolución se dirimiesen los traspasos del poder a balazos. Calles diseño un sistema cerrado y controlado para transmitirlo. Mal que bien ese sistema funcionó hasta 1968, cuando fue incapaz de procesar la nueva problemática y complejidad social, y así fue apreciado desde entonces como disfuncional e ineficaz; sobre él, además, se impuso la culpabilidad propia y el chantaje interesado bajo la sombra del síndrome del 68: el Estado emasculado.
Paradójico y parajódico, el 68 tampoco permitió un traspaso de poder sin balas, antes bien, desde el poder se impuso una sucesión a perfidia.
El artífice y triunfador, ¡obvio!, no tuvo incentivo alguno para recomponer el sistema y, antes bien, se obstinó por terminarlo de desquiciar. Entre las izquierdas: corrompió a unas y ultimó a otras; a las derechas las exacerbó con sevicia y al PRI lo hizo líquido, de suerte que adopta la forma de su cauce o recipiente, lo quebró saltándose una generación y lo hundió en crisis económicas para las que no estaba preparado, desatando a su interior las dinámicas propias de la impotencia, con postración ante redentores y charlatanes. Nadie frente a su hiperactividad pidió “tiempo fuera” para plantear la necesidad de un nuevo paradigma político. Y así nos encontraron las crisis en tándem que desde entonces no nos dan tregua.
A lo largo de todas estas décadas hemos vivido una profunda, prolongada y, pareciera, interminable descomposición en todos los frentes de la vida nacional.
Hoy la degradación y disminución de nuestras capacidades y personajes abarca todo el horizonte. Nuestros hombres y mujeres se han achicado, hechos medrosas y simuladores, gandallas, vulgares, altaneros, voraces, canallas. Nuestra intelectualidad se convirtió en tramoya televisiva, nuestros partidos en negocios y nuestros políticos en payasos endiosados.
Sólo nos queda apurar la cicuta para dar espacio a un nuevo comienzo.
Lo que hoy vivimos no es una deriva accidental ni pasajera, es producto de una Nación que se niega a aceptar el final de un ciclo y la urgencia de una resurrección, pero no hay resurrección sin sepulcro (Nietzsche).
“¿Cómo llegamos aquí?” es una revisión de un pasado testado al que, además, preferimos hacer mito antes de atrevernos a comprender.
Su portada lo dice todo: los restos de la puerta de San Ildefonso, supuestamente reducida a nada por una bazuca que nunca se disparó, pero que sí detonó el conflicto y el mito, y que cada 2 de octubre nos negamos a olvidar, aunque nadie sepa ni menos comprenda qué es lo que no queremos olvidar.
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