Palabra y verdad
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"Ningún hombre conoció ni conocerá la verdad, ni sobre los dioses ni sobre cuantas cosas os digo; pues, aún cuando por azar resultara la verdad completa, sin embargo no lo sabe. Sobre todas las cosas no hay más que opinión".
Jenófanes
La "verdad militante" es todo menos verdad.
En su libro, "Los maestros de verdad en la Grecia antigua", Marcel Detienne discurre por igual sobre la ausencia de verdad cuando ésta es obra de un maestro que se apropia de ella.
La verdad, nos dice, "es, en primer lugar, palabra", de allí que a los maestros de verdad se les conozca por su palabra. La primera de la que tenemos registro, señala Detienne, es la del poeta; palabra cantada, ritmada.
La palabra del poeta se desarrolla por Musa y memoria. Filón de Alejandría cuenta que una vez que el Creador hubo creado todas las cosas preguntó a los profetas si alguna faltaba y respondiéronle que la palabra laudatoria. "El padre de todo escuchó el discurso y habiéndolo aprobado creó sin dilación el linaje de las cantoras llenas de armonías, nacidas de una de las potencias que le rodeaban, la Virgen Memoria." Las Musas son hijas de la diosa Memoria e inspiran el canto y la remembranza. Una sociedad oral, previa a la escritura, exigía una "auténtica mnemotecnia". "Cantos" enteros de la Iliada son larguísimos catálogos de guerreros, hazañas y hasta caballos que no eran otra cosa que ejercicios de memoria.
Pero la palabra de esta memoria e inspiración no es como la nuestra, aquella era una palabra para unos cuantos iniciados que tenían acceso a una potencia divina que confería a su palabra una calidad mágico-religiosa para "celebrar a los inmortales y celebrar las hazañas de los hombres intrépidos". Palabra, pues confinada a hechos de los dioses y de los héroes. La Grecia antigua era aún de reyes, de allí que las hazañas de los hombres eran las de los monarcas y, por tanto, el poeta devenía en una especie de funcionario de la soberanía.
La verdad era, pues, inspirada, dictada por Musas y cantada de memoria por los poetas en acción de alabanza a los heroes que, así, eran salvados del olvido. "Son los cantos ilustres los que hacen durar el recuerdo del mérito, pero pocos llegarán a obtenerlo". El poeta hace de un simple mortal "el igual de un rey", confiriéndole por el logos ser, realidad y permanencia; al tiempo que condena al olvido a aquel objeto de su silencio.
La verdad, entonces, era divina, inspirada, laudatoria y con propósitos memorísticos. El poeta era un elogiador y la verdad asertórica; nadie la ponía en duda. La verdad de estos primeros maestros no tiene nada que ver con si concordara o no con un objeto o hecho; no había mentira que se le opusiera; frente a lo verdadero no había posibilidad de lo falso. Palabra y verdad era una y la misma cosa.
Era una verdad dictada desde el Olimpo, irrebatible, hecha para persuadir a los más y alabar a los menos.
Por igual, en estas viejas civilizaciones la soberanía se expresaba en un vocabulario pastoral, donde el Rey era "un pastor de hombres" y su palabra estaba revestida, también, de magia y divinidad, de allí que la palabra regia fuese de similar manera verdadera y justa en sí misma. La palabra en ambos casos, del poeta y del Rey, valía por quién la expresaba, por mantener una comunicación con deidades y por la función que desempeñaba en la sociedad. Maestros, también, de verdad.
La calidad mágico religiosa de esta palabra le confería, también, un carácter perfomativo, bastaba que se pronunciaran las palabras para que se tuvieran como realizadas, como acto sobre la realidad.
Frente a esta palabra, llamémosla, eficaz en sí misma, autorrealizable, surge la palabra vana. Casandra, "profetisa verídica", es privada por Apolo de la persuasión por haber traicionado un juramento; su palabra no ejerce ningún poder sobre los demás; quizás por ello calla impotente ante Clitemnestra a las puertas de su palacio donde momentos después será asesinada junto con Agamenón. Qué podría decir quien estaba privada de los "sortilegios de palabras de miel".
Lo que Casandra desconocía y los sofistas lo habrían de acreditar, es que "las palabras acariciadoras" no gozarán de poder mágico-religioso, pero sí de seducción y engaño. Su fuerza no es impuesta por la divinidad, ni guarda compromiso con la verdad; pero goza de los embelesos de Afrodita, que "confunde el corazón de los más sabios", y de la astucia oscura de Hermes.
Las palabras ya no son definitorias sino ambiguas, los Dioses por igual juegan con la verdad y engañan, las Musas cantan ahora: "sabemos decir muchas cosas engañosas, semejantes a realidades, pero también sabemos, cuando así lo deseamos, decir las cosas verídicas". El maestro de verdad lo es por igual del engaño.
Frente a estos maestros de la verdad se alza la palabra diálogo, secularizada. La de aquéllos es eficaz, intemporal, simbólica, propia de hombres extraordinarios; la palabra diálogo es secularizada, temporal, complementaria de la acción (no performátiva por sí misma), propia de hombres en sociedad. La palabra no como don divino, sino como derecho y solidaridad entre iguales. La palabra se democratiza, es igualitaria y común. En el ágora se habla desde el centro, isonomia e isóptica. Deliberar es "depositar los asuntos en el centro". El heraldo abría las asambleas con la fórmula: "Quién quiere llevar al centro un prudente parecer de su ciudad."
Pero nuevamente las deidades nos juegan las contras y las Musas convierten la palabra diálogo en mercancía y comercio; la poesía se convierte en oficio, la verdad en apariencia (doxa y pseudés), contingente y ambigua, cambiante; a la vez ser y no ser. El mundo deja de ser oral para ser escrito, la memoria pierde su encanto mágico y divino, la palabra es oficio y de su deviene su autoridad. Esta palabra opinión es bicéfala, tiene dos elecciones que se intercambian según las circunstancias, se es y no se es al mismo tiempo. A final prevalece el pragmatismo y la fascinación, un mundo de ilusión, umbral de la sofística y tatarabuelo de la publicidad política. La palabra como instrumento, pero no de la verdad ni del conocimiento, sino del dominio vía la persuasión.
Hoy las musas navegan por el ciberespacio incitando cacofonías sin fin; no hay canto ilustre ni poeta, ni rey, ni verdad asertórica, ni diálogo posible; hay, sí, diálogos múltiples sin ágora, sin centro donde se deliberen prudentes pareceres; hoy hay posverdades amasadas en comaladas de manipulación de conversaciones que son escuchadas y conducidas por nuevas divinidades tecnológicas. En el ciberespacio todos somos reyes, poetas, oráculos y sofistas a la vez, confiriéndole a nuestro logos la calidad de ruido efímero que en su número y transitoriedad comunica menos que el silencio, pero masifica en realidad los sueños de Goebbels.
Vagamos pues en un mundo poblados de maestros de verdad, donde la verdad es militante y tiene todo, menos verdad.
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