Temporada de Brendas
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Cómo pueden dos criaturas tan disímiles compartir las mismas dos sílabas esbeltas, el mismo par cuyo sonido es como abrir y cerrar la puerta.
"Brenda", si hasta escribirlas juntas en el mismo párrafo me remite a novelas distintas. No acude a mí, pues, la puntual cacofonía: Brenda y Brenda, la una y la otra, juntas, en mi pluma, sin saber cuál de ellas es la una.
Aquella, sentada, leyendo a William Faulkner mientras bebe agua de limón. La otra sin pruebas fehacientes de serlo, con su prosa incendiaria, aspirando a ser lo que ya es. Una irreducible, otra inaccesible, ninguna respectivamente.
Brenda, de piel blanca con detalles rosados y prolijos. Atrapada detrás de sus gafas, porque la mujer es alma y el alma son ojos. Su manera de comer tan precisa, es paradoja de su hambre literaria; devora libros y transmuta autores en vivencias no vividas. Denota ternura, connota sabiduría.
Brenda, sinfonía apiñonada. Sus bucles cuelgan de la razón, y por la razón se enredan. Enmarañados, son cadenas tersas que arrastran a los infelices hasta la ignominia. Asidua pero temerosa de la palabra placer. Erudita y directa, némesis de los circunloquios.
Brenda y Brenda, dueñas del mismo nombre, pero de distintas llaves, que caminan imperativas hacia la misma puerta. Y yo, testigo inútil de sus andares. Versión anónima del personaje secundario, que escribe con una mano que quisiera ser dos o brazos o cuerpo. Escribiendo, relatando esos andares ligeros de mujer inalcanzable: temporada de brendas.
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