PARRESHÍA

Payasos al circo

Payasos al circo

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Verdadera política.

La política ha sido objeto de una feroz depreciación. Su desdoro es multicausal y va desde la limitación de sus alcances -de escala Estado Nación- frente a fenómenos globalizados, el populismo que florece sobre su denigración y caricaturización, la crisis del sistema de partidos y sus expresiones partidocráticas, el desencanto democrático, la pulverización hecha por las redes de la conversación pública, su trivialización y el surgimiento de la postverdad, que no es otra cosa que la coexistencias de tantas verdades como conversaciones halla, así como por las formas negativas de hacer política.

La política se da siempre en un contexto de lucha por el poder y, las más de las veces, se reduce a solo ello, despojada del procesamiento y solución de las contradicciones propias de la pluralidad.

Así, la política deja de ser lo que es entre muchos (inter-es) para ser solo lucha descarnada por posiciones de poder, en la que no hay ya espacio para propósitos colectivos, esfuerzos de unidad, construcción de acuerdos, paciente construcción.

La política, además, ha sufrido una terrible desfiguración al convertirse en espectáculo y circo romano; en el escándalo nuestro de cada día. En pseudónimo de la realidad, prestidigitación, cortina de humo.

No es que esto sea nuevo, Alcibíades le cortó la cola a su perro para que los atenienses hablasen de ello y no de los problemas que le reclamaban y que les eran verdaderamente sustantivos; pero en la época actual, con una política mimetizada en "narrativa del día", ésto, en lugar de ardid, se ha convertido en constante.

En todo este circuito lo primero que se pierde es el centro, repito, lo que "es entre nosotros", lo que nos es común y concita; como atenienses viendo la cola del perro de Alcibíades y no la Polis. Así, nuestras democracias dejaron de ver al y por el ciudadano, los sindicatos al obrero, los maestros al educando, la economía al hombre, el médico al paciente.

El político se convirtió así en un mercenario y un depredador. No todos, por supuesto, más sí muchos de sus más recientes iconos.

Sujetos que escalan al poder sobre detritus y escombros; que nada construyen y a su paso solo dejan devastación.

La política es negociación y acuerdo cuando es buena política; cuando no, es solo confrontación y división.

Los impulsores de esta política depredadora no buscan unidad de causa, sino masas vociferantes de sangre. El interés público no aparece jamás en su ecuación, solo piensan en su interés personal que, por serlo, deja de ser en esencia político.

Estos sujetos pueden llevarse entre las patas gobiernos constituidos, programas sociales, políticas públicas y sosiego social, con tal de colgarse medallas o colocar, cual cazador, la cabeza de su adversario sobre la chimenea de su egoteca.

Pues bien, la verdadera política es como la salud, solo se siente en ausencia; solo cuando se echa de menos se percibe y valora su existencia. En tanto está presente es como la respiración o la circulación de la sangre, algo desapercibido, dado por hecho. Mas no es así, la política es un trabajo de todos los días, horas y minutos, un tejer incesante de la convivencia pacífica y fructífera en sociedad.

Los políticos depredadores no ven y menos entienden lo anterior, para ellos hacer política es ocupar espacios mediáticos sin importar daños a instituciones, políticas, programas, acciones o convivencia; escalar posiciones, alcanzar poder, aunque en ello nos vaya sociedad y futuro. Sus agendas personales suelen desquiciar el ritmo normal de la gobernanza, ocupar la atención pública en sus fuegos de artificio, descarrilar la dinámica propia de las instituciones, sus tiempos y tareas sustantivas; polarizar, enajenar el clima social, quemar en la hoguera de sus vanidades infinidad de recursos, esfuerzos y tiempos. Gobierno, congresos y tribunales suelen verse arrastrados a estas escaramuzas personales trazadas para ocupar efímeramente el espacio público, en vez de permitir al Estado atender sus atribuciones constitucionales.

Exacerbar el odio ciudadano suele ser mediáticamente redituable, pero políticamente desastroso. Se puede cantar victoria cortando cabezas públicas, cual Robespierres caricaturizados, al tiempo de descarrilar el camino siempre azaroso del gobierno, de truncar proyectos colectivos en curso, de parar en seco el curso democrático de la historia y condenar al pueblo, que siempre dicen defender, a años, cuando no décadas, de marasmo, parálisis y desencuentros.

La mayoría de las democracias caen muertas a manos de estos demócratas de su interés personal. La democracia es un sistema que en su periódica renovación garantiza su estabilidad y subsistencia: cada cierto tiempo el pueblo soberano es consultado sobre el rumbo y responsabilidad del Estado, pero cuando estos ciclos no se cumplen y se truncan a contentillo y por cálculos particulares, la democracia pierde su virtud de orden y concierto, y se convierte en ley de la selva.

Lo que no quieren ver estos artífices del caos es que tras echar cuetes siempre sigue levantar varas y son los más desprotegidos los que terminan reducidos por generaciones a recoger las varas de la política entendida como protagonismo, circo y destrucción.

Demagogia, le llamaban los griegos; el camino más seguro al infierno, aunque se pavimente de triunfos personales pírricos por sobre el interés público sustantivo.

El único antídoto contra ellos es una ciudadanía responsable que no apueste su futuro y el ciclo normal de los tiempos políticos en una pelea de gallos donde el perdedor siempre será la propia ciudadanía.

Finalmente, el verdadero político no es la estrella de rock, la flor más bonita del ejido, ni el que tenga mas "likes", sino el responsable de conducir con mano firme y visión de horizonte el rumbo de la sociedad en mares procelosos a puerto seguro.

Dejemos a los payasos para el circo.





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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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