Dignidad
La dignidad de la vida se trunca. Los años pueden desmoronar, volver piltrafa aquellos cuerpos que alguna vez fueron fuertes y entonces la voluntad cae. La resignación, remedio efímero que prevé la tragedia, sondea la posibilidad última e indeseable.
Su gente sabe que Melitón Catarino es un hombre enfermo. Viejo curtido, de facciones simples pero cordiales, toda su vida ha trabajado la tierra. A sus 76 años lleva encima la inmisericorde carga de un mal cardiaco y problemas con su presión arterial.
“Yo siento que sí me sirve de bastante la inyección, pero cuesta, o sea, la vitamina, porque ya me estuve inyectando y así me pongo a trabajar”, explica a sus nietos, quienes están de visita en aquel rancho lejano y frondoso que es Mexcalteco, Veracruz. Sus palabras llevan implícito un “ayúdenme”. La referencia al costo del suplemento alimenticio no es fortuita, pues para un hombre de campo como Melitón estar enfermo e incapacitado para trabajar merma de inmediato su economía.
“Tiene más de dos meses que me caí allá por la carretera. Allá, de la desviación pa’ arriba. Ese día agarro y digo ‘ya me agarró la enfermedad’ y en eso voltean y me preguntan ‘¿qué enfermedad?’. ‘No, hombre, caí bien tirado en la carretera’. Como alguien venía conmigo, pues ahí estuvimos hasta que se me pasó. Lo bueno es que ni siento nada porque pierdes el sentido. Ya nomás ves a las personas que pasan, pero hasta eso se nubla todo. No se ve si son personas, pero ahí están”.
Su familia no evita imaginarlo tendido en la terracería de los caminos sinuosos de la sierra, con sus ojos pequeños hechos un pozo oscuro. Algunos sí lo han visto durante esas crisis; otros, secretamente, agradecen su lejanía, como diciendo qué bueno que no viven con él y que no les corresponda más que escucharlo en este momento. Melitón entiende el alcance de su historia, conoce a la perfección ese sentimiento que nace de la carencia misma y que les obliga a callar. Con los años él mismo ha escuchado relatos parecidos de infinidad de amigos y familiares. Comprende que la humildad y pobreza no permiten atajar con bonanza las dificultades que conlleva una salud desmejorada y porosa. Es tan poca la maldad de una persona como él, que incluso sabiéndose perdido y asediado por la fatalidad suaviza su discurso para que los demás no se mortifiquen: “Pero está bien. Ya si me petateo, pues al menos va a ser bonito no sentir nada”.
Sus nietos lo miran, no saben qué agregar. Aunque tuvieran las palabras no se atreverían a prometerle nada. La condición del anciano es de una gravedad que incomoda y duele. Sin los medios para ofrecerle atención o medicinas, cualquier palabra es inútil. Ante el pesimismo de Melitón apenas atinan a decir remates y frases cortas como “no diga eso”, “Dios quiera”, “caray”, para no quedarse callados, para romper un poco con el tono de la plática con tintes de súplica.
La voz se le corta un poco conforme va relatando y describiendo sus malestares: “Es un dolor bien fuerte, canijo, canijo. Sientes como si se torciera de muy adentro. El corazón se siente clarito que se voltea pa’ dentro y se siente que se golpea. De otra vez me acuerdo que me agarró, pero ya tiene años. Andaba con mi compadrito Pedro Fernando. Estábamos igual que ahorita, echando plática y entonces sentí como si me pegaran un leñazo aquí” —dice mientras se toca la paleta izquierda— “y que me empiezo a torcer. Que agarra el compadre y pega el brinco rapidito para atajarme. Esa vez ya no me caí, pero hubiera ido a dar con un montón de piedras filosas. Anduve malo un rato grande, como media hora. No sé bien cuánto sería, pero tardamos ahí”.
El hogar de Melitón es un cuadro de madera con techo de lámina de cartón. Dentro, calienta en un fogón un poco de agua para una sopa. En el cuarto se pasean libremente algunas aves de corral. Los gallos, en su naturaleza estúpida, interrumpen con sus cantos a Melitón. Él hace la finta de que los va a patear para espantarlos y correrlos, y entonces prosigue.
“Cuando estás así enfermo no se oye; el oído se pierde. De esta última vez que me dio, a duras penas alcancé a oír que alguien me dijo ‘ponte fuerte, ahorita vamos a llevarte con Don José y que te lleve al Plan de Arroyos y ahí te atiendan’. Y sí, de veras me llevó del brazo y me sentó en una piedra. Como es carretera, mucha gente iba para Temimilco a arreglar sus papeles y no sé qué más. Y pasaban y pasaban, pero haz de cuenta que nomás eran palos. Pasaban y no conocía a nadie. No reaccionaba, pues. Ya después alguien me ofreció un poquito de café con leche y con eso me controlé más”.
Melitón agacha la cabeza; no sabría explicarlo, pero piensa en la fugacidad de todo y en que cada año de su existencia lo ha dedicado al trabajo. Mira un montón de troncos que tiene en su finca: son para un encargo de leña que debe entregar. Siente la debilidad de su cuerpo y una molestia física leve pero constante, como si le recordara a cada segundo lo que padece, como si la misma enfermedad tuviese conciencia y en su esencia maligna le advirtiera a punzadas que aquellos rostros que ve y que también lo miran podrían desaparecer y volverse sombras.
Internamente los envidia por su juventud y ellos, por el contrario, piensan en sus propios males. Intentan no creer que algo igual o peor podría estarse gestando en ese mismo momento dentro de ellos, aunque pronto lo descartan y, a manera de consuelo, se dicen a sí mismos que lo que le pasa a su abuelo es culpa de los años. Melitón lo entiende porque no le parece que fue hace tanto que él pensó lo mismo cada vez que veía a alguien que amaba enfermo. Recuerda dolorosamente a sus abuelos, a sus padres, a su esposa y a algunos buenos amigos en esos días amargos, y entiende que ahora le toca a él ser compadecido y, de forma cruel, ser ejemplo.
Siente ganas de llorar, pero se aferra a su dignidad observando de nuevo los troncos: “Ya espero ponerme bueno pronto porque tengo que entregar leña a Jacinto, que me pidió”. “¿Cómo cree, abuelito? Usted lo que debe hacer es descansar”, dice alguien, pero el viejo se niega a desmoronarse y, con la voz cortada por la tristeza y la debilidad, reclama: “No, mija, ¿cómo cree? Ya me eché el compromiso. Acuérdese de lo que siempre les he dicho del trabajo y gracias a Dios que lo tengo, si no, imagínese”.
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