PARRESHÍA

Moral y miedo de futuro

Moral y miedo de futuro

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Idealidad.

La ley siempre va detrás de la sociología, es siempre consecuencia y respuesta. Antes de la aviación no había derecho aéreo; anterior a la revolución industrial cada gremio dictaba sus códigos de conducta, la legislación laboral vino mucho después.

La conducta a normar siempre es anterior y demanda ser normada. La conducta humana puede ser de múltiples maneras y la sociedad determina, a la luz de sus circunstancias y valores, qué conducta, entre todas, "debe ser". Ahora bien, si las circunstancias cambian, el deber ser cae en desuso y menester es reformarlo o generar uno nuevo.

La legislación es, pues, hija del cambio. Norma conductas humanas, pero no el devenir mismo. La ley no puede normar lo que aún no es. No me refiero a una conducta individual, sino a una hipótesis legal inexistente y, por tanto, desconocida.

Decía Ortega y Gasset que el hombre es él y "su" circunstancia, y que si no salva a aquélla no se salva él. Se legisla, pues, en y para una circunstancia; no hay ley incircunstanciada, solo legislador ajeno a su circunstancia.

Legislar el futuro -no conductas particulares en el futuro- es un despropósito. Tal es el caso de imponer la obligación de jamás modificar una ley bajo ninguna circunstancia. En otras palabras, legislar el devenir para que no devenga en lo que pudiera ser. Parar el mundo. Pase lo que pase, esta ley no cambia nunca.

Nadie, aunque "pudiera", "debe" prohibir el futuro; éste no le pertenece. Su ámbito de acción es hoy y aquí, el mañana es de otros y le está vedado, no se les puede expropiar. No se puede normar lo que todavía no es y, como tal, no se conoce.

Pero veamos cómo se construyen estos delirios.

Lo que los hombres conocemos son experiencias singulares e individualizadas desde la perspectiva del sujeto que las experimenta. La equiparación de innúmeras experiencias diferenciadas crea en el intelecto el concepto. Éste, rasura arbitrariamente las diferencias individualizadas, sus notas distintivas, y crea una representación, un arquetipo, una idealidad; "ficciones regulatorias" les llamó Platón. De las cuales, luego, derivamos toda intelección de nuestras experiencias. Ante nosotros se presentan multiplicidad de sillas, las conceptualizamos en el arquetipo "silla" y de allí, de esa "idea" -que nosotros mismos pergeñamos- pasamos a entender el significado "silla" cuando de ella(s) hablamos.

Luego, para acallar nuestras dudas, asimilamos eso que llamamos verdad al bien, todo lo verdadero es bueno, decimos, e introducimos a la ecuación la moral.

La moral, sin embargo, no es otra cosa que "armonía con las costumbres", la obediencia a la estructura de valores y entendimientos prevalecientes en una sociedad y tiempo. Moral y hasta obligatorio fue matar a bebes deformes y enfermos en las civilizaciones clásicas, sin los conocimientos médicos para poderse hacer cargo de ellos; moral fue para el Nacional Socialismo la supremacía aria y, por ende, el holocausto.

Pero en toda sociedad conviven con la costumbre imperante impulsos y tensiones que la niegan y combaten. Expresiones de libertad, pluralidad, pensamiento; deseos de superación y cambio; ansias de experimentar, sueños, locura, poesía.

El problema de las morales -nunca es una-, es precisamente su rechazo radical a todo lo que cuestione o se oponga a sus imperativos. Toda moral exige sometimiento, seguridad y apoyo; es de suyo indiscutible e inapelable.

Palpitan en el ADN de toda moral alientos de absoluto, que terminan reclamando sumisión a la fuerza superior de su existencia y destino. Ya no se está ante conductas seculares del hacer humano; se presencia, desde abajo, un mandato supremo e irresistible, ajeno a nuestras realidades e intelección; sujeto, en su caso, a la ira divina.

Menester es aclarar que no me refiero aquí a creencias religiosas, sino a moralinas políticas y utopías. Para ellas, lo que es solo una conducta moralmente aceptada se transmuta en una concepción única y excluyente. Concepción que, para ellas, dota de sentido al universo y a la vida en él, y se impone sobre cualquier intelección y acción humanas, no como opción, sino como mandamiento de fuerza superior e irresistible.

La virtud, entonces, ya no es individual e intransferible; no es, siquiera, decisión personal, es imposición moral, es "virtud moral", totalitarismo moral.

En esta tesitura, lo único que tiene valor es esa concepción, su doctrina y causa. Si para que éstas sean tienen que morir personas, desfundar convivencias, enfrentar hermanos, mancillar derechos y libertades, romper acuerdos mundiales; que se caigan los cielos; nada importa, porque por sobre todo y todos está "su" moral.

La radicalización, que es consubstancial a la moral única y excluyente, delata a gritos su incapacidad de convivir, comunicar y retroalimentarse de otras morales (costumbres, cosmovisiones, paradigmas); la sola posibilidad de la otredad pone en jaque su subsistencia y predominio; no hay cabida para el prójimo, solo para el fiel.

La debilidad, es radical por naturaleza.

Con ello se ha dado la vuelta a lo real, endiosando al concepto y esclavizándonos a él. Esta abstracción de las diferencias entre experiencias individuales, termina por imponerse como entidad absoluta y no como proceso lógico de simplificación del entendimiento. Solo vale el concepto hecho moral por sobre individuos, razones, derechos, libertades y realidad. Lo que tenemos ante nosotros no es, no vale, no existe; solo existe y vale "La Moral".

Imposible pedirles a los moralinos que vean la particularidad y la excepción, el devenir y el cambio, porque corren el riesgo de que todo su edificio conceptual se desmorone. Inútil razonar con quien solo habla con el más allá.

Para la moralina la vida está al servicio de "su" moral, no al revés. Su radicalidad traza una cartografía infranqueable entre el bien y el mal; se inviste de una armadura de brillos ideológicos y fundiciones doctrinarias de talante destructivo. Su visera niega las contradicciones y posibilidades propias de la vida. La dialéctica es demoníaca, la pluralidad cáncer, la libertad pecado. Solo hay una forma de vida. Más bien solo hay una horma de vida.

Bajo este esquema, la virtud no es convicción, es teatralidad; la humildad, rabia de dominio; la mano tendida, rencor dentado.

Pues bien, es bajo esta perspectiva y valoración de la vida que se llega a creer que es posible normar el devenir, detener el río de Heráclito y, si es necesario, descentrar el universo. Quien así impone su moral, teme al devenir, delata que construye inconsistencias; pre-escribe su historia prohibiendo al mañana le sea adverso.

La demagogia legislativa expresa más miedo que teleología.





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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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